lunes, 22 de octubre de 2012

162 / UNA CAMPANA QUE NO SUENA, PERO DUELE


Este cuadro es uno de los recuerdos más claros que tengo de los libros de la escuela de cuando era pequeño. Otros son El sitio de Numancia (post 104) y El testamento de Isabel la Católica (post 132). Naturalmente, entonces estas obras aparecían en malas reproducciones a línea limpia o, en el mejor de los casos, en torpes aguadas que no hacían justicia al original. Popularmente se llama La campana de Huesca, aunque su título verdadero es La leyenda del Rey Monje y narra una anécdota –o leyenda- ocurrida en Aragón a principios del siglo XII. Fue pintado a finales del siglo XIX por Casado del Alisal y actualmente está en el Prado. Ahí va el argumento:

            Harto ya el rey Ramiro II –apodado el Rey Monje porque había pasado su juventud en un convento- de que los nobles le faltasen al respeto y se declarasen en rebeldía cada dos por tres, ordenó llamar a los más levantiscos, los mandó apresar y les cortó las cabezas, que puso en círculo en el suelo de un salón del palacio. Cogió luego la cabeza del arzobispo, organizador de la conspiración y la colgó del techo en el centro del círculo, a modo de badajo. Acto seguido convocó a los demás nobles del reino y, al mostrarles la macabra escena, cuentan las crónicas que les dijo algo así: ”Esta es la campana que, con sus tañidos, llamará a todos los nobles a la obediencia”. El pasmo que dio a todos fue de campeonato y, por supuesto, ahí se acabaron las rebeliones y las protestas contra el rey. Las caras de miedo y de repugnancia de los convocados se pueden ver en el detalle adjunto.

            ¿Qué pasó entonces? Pues pasó que el cuadro triunfó en la exposición a la que estaba destinado, pero las añagazas políticas lograron que sólo consiguiera una mención honorífica, en lugar del merecido premio. Al público y a la crítica le gustó mucho la forma de pintar las cabezas cortadas y la figura del rey con su perro cogido de la mano, pero varios comentaristas pusieron en tela de juicio el ambiente en tono violeta que baña toda la escena, que no consideraron real ni apropiado. Otros criticaron los atuendos de los nobles recién llegados impropios del estilo aragonés y hasta hubo quien dijo que el rey debería haber cortado también las cabezas a los de la escalera. En fin, que hubo división de opiniones, lo que hizo que el pintor, desanimado, dimitiese de sus cargos en Roma y se retirase a Madrid, siendo éste el último cuadro que pintó.

            Cuentan las malas lenguas que, para las cabezas cortadas, se hizo traer en un saco cabezas reales de carne y hueso de un hospital de Madrid y que, al verlas, comenzó a vomitar y se puso malo del estómago, cosa bastante lógica, por otra parte. Lo cierto es que esta anécdota medieval, sea historia o leyenda, junto con su genio y habilidad, propició la realización de una obra maestra del género histórico y una auténtica lección de pintura de la mejor calidad.

            Ya lo dijo el mismo Casado, comentando el revuelo provocado por su obra: “No creo que haya en el mundo campana que haya sonado más fuerte que la mía”. ¡Farolero que era el hombre, qué le vamos a hacer…!


NOTA: Tras este campanazo, y tras algunos años ininterrumpidos de alimentar el blog, semana tras semana, paro temporalmente la actividad para dedicarme a recopilar y a trabajar nuevas obras. El Arte está ahí y me/os espera. Nosotros pasamos, pero él permanece… !Hasta pronto¡

martes, 16 de octubre de 2012

161 / CUPIDO Y PSIQUIS, ¡QUÉ PASADA!


Cupido –para los griegos Eros y para nosotros Amorcillo- era hijo de Venus y, como ella, dedicó su vida a las actividades amorosas. Fue amamantado por bestias salvajes en medio de la selva y, ya algo crecido, el angelito se dedicó a probar su puntería contra los mismos animales que lo habían criado. Sus herramientas eran el arco y las flechas, que disparaba directamente al corazón de los amantes, incendiándolos con el fuego de la pasión. Lleva alas para dar a entender que el amor es un sentimiento pasajero que se consume y desaparece con los años. Él mismo, conforme fue creciendo, llegó a quedar abrasado por sus propias flechas y se dedicó en cuerpo y alma a conquistar a Psiquis.  

            Psiquis era, a su vez, una muchacha hermosísima pero veleidosa y cambiante como ella sola. Conociendo estas características, Cupido quiso ligársela usando su punto flaco: el anonimato y el efecto sorpresa. Se aplicó a darle todo lo que se le antojaba, fuesen palacios, ropas y todo tipo de caprichos. Pero jamás se dio a conocer a ella. La historia se va enredando en una serie de bucles que la hacen algo tediosa e inferior en atractivo a otras de la mitología. A pesar de esto, ambos personajes –Cupido y Psiquis- han quedado para la posteridad como prototipos del amor puro, del cariño auténtico y de la conquista bien ganada.

            La obra de inicio es un cuadro del francés F. Gérard, al que podemos englobar dentro del movimiento pompier. Eros se acerca cariñosamente a su amada para depositar en su frente un casto y sentido beso. Ésta, ajena a todo, parece no enterarse de nada, su mirada permanece extraviada y se pierde en la lejanía. Él la conoce a ella y la ama, pero ella aún desconoce de quién está recibiendo tantas muestras de amor. Este anonimato es lo que da sentido a este amor mutuo. Cuando Psiquis conoce por fin a Cupido, la magia se destruye y todo lo que su amante le había regalado desaparece, quedando únicamente la soledad y la miseria.

            Más dinámica resulta la escultura del italiano Cánova, en la que el encuentro entre ambos amantes se convierte en un auténtico arrebato erótico. Las alas y la pierna de Cupido forman con el cuerpo de Psiquis una X perfectamente estructurada, cuyo vértice se centra en el punto de unión de las dos bocas que van a sellar su amor con un beso apasionado. Basta ver el esquema adjunto para comprobar lo dicho.

            Poco queda en estas dos obras de la compleja historia mitológica. El afecto mutuo ha pasado de lo temporal a lo eterno y Psiquis ha cambiado su veleidad por un arrebato duradero. Su amor mutuo queda para la posteridad como el ejemplo de un amor adolescente al que la misma pasión vuelve maduro.

            El amor, ese extraño sentimiento que a unos los enaltece y a otros los “entontece”... O la la, l’ amour!, -que dirían los franceses. Por lo menos algún francés lo dijo., seguro...

martes, 9 de octubre de 2012

160 / ¡ESTOS INGLESES SON INCREÍBLES...!


 Ahí los tenemos, sentados cómodamente en el living de su casa. Son el Sr. y la Sra. Smith y han tenido el gusto de que los retrate la pintora actualmente de moda en las islas, una tal Deborah Poynton que pone, como única condición, que han de posar desnudos. Por ellos no hay ningún problema; son jóvenes y aún no tienen que ocultarse de las miradas indiscretas, pues sus cuerpos siguen lozanos y atractivos.

            Ambos se sitúan sobre un canapé cubierto con colchas, en postura desenfadada y natural. Al fondo se ve una cortina de terciopelo verde, una especie de mesilla y un cuadro con un paisaje romántico. Todo muy siglo XIX, pero en el XX. Y al mismo tiempo, todo muy corpóreo, muy táctil. La señora Smith luce un desnudo hermoso, su piel es tersa y blanquinosa, pues refleja en su blancor los días de niebla y lluvia tan propios de la capital londinense. Tiene un cuerpo, no diría regordete, pero sí compacto y proporcionado, así como su pecho y las caderas. No es una belleza deslumbrante, pero su rostro transmite un toque de nobleza y su mirada abierta nos desafía.

            El señor Smith es algo más delgado y larguirucho. Suele ir con pantalones cortos, como se deduce –elemental, querido Watson- del tono moreno que se gasta de mitad de muslo para abajo. Entre las piernas luce una evidente erección, indisimulable por otra parte; uno no es de piedra y el cuerpo de su esposa es una permanente fuente de sensaciones, de tentaciones y -salta a la vista- de erecciones. Todo, insisto, muy tangible. La carne se puede tocar, rozar y acariciar y los pliegues de la ropa de la cama medio deshecha nos hablan a gritos de batallas carnales habidas no ha mucho, entre dos luces. Pero este hombre parece insaciable y estar siempre a punto.

            Pero hoy es distinto. Hoy han venido de visita, desde su pequeña granja de las afueras, los padres de él –o tal vez sean los de ella- que quieren pasar unos días en el moderno cottage, aprovechando el buen tiempo y buscando un poco de acción. El doble retrato de sus hijos les ha encantado, por lo natural y por la modernidad de las poses. Y entonces, el padre plantea:

- ¿Por qué no nos hacemos otro retrato todos juntos? Podría resultar divertido...

            
A todos les parece una idea maravillosa. Pero, al mismo tiempo, todos conocen la condición básica: nada de ropa. Llaman a la pintora, que con gusto se desplaza hasta las afueras de la ciudad. No le fue mal la otra vez y cree que la obra que resultó tiene su gracia. Esta vez se trata de un retrato cuádruple. Y entonces, tras unos días de intenso trabajo, se une a las figuras de la pareja joven el cuerpo de piel tostada por el sol del padre, acostumbrado como está al trabajo físico en la granja. Puesto a la izquierda, cerrando la composición, no queda mal. La madre la colocaremos a la derecha, creando así un esquema prácticamente simétrico, con la fórmula hombre-hombre-mujer-mujer y con el esquema viejo-joven-joven-vieja. Jóvenes y mayores unidos por una misma desnudez. Sin falsas vergüenzas, sin tabúes, con naturalidad. Y, sobre todo, que todo resulte muy palpable.

            Pero este señor Smith, el joven, sigue con su altivez palpable entre las piernas. Es un auténtico fenómeno. O tal vez padece de priapismo. No sé qué pensar... ¡Estos ingleses son increíbles...!

lunes, 1 de octubre de 2012

159 / LE QUITARON LA TÚNICA ROJA…


Este cuadro fue la carta de presentación del Greco en Toledo aunque, curiosamente, tardó cuatro años en cobrarlo por completo. No resultó del agrado de todo el mundo. Porque, vamos a verdirían los canónigos- En primer lugar, ¿qué pintan en el primer plano esas tres mujeres, restando protagonismo a la figura de Jesús, que aparece sólo en un segundo plano? En segundo lugar, ¿por qué las mujeres miran al sayón que está barrenando la madera en lugar de mirar a Jesús? Y, por fin, ¿por qué la cabeza de Jesús se pierde, como una más, entre una turba innumerable de cabezas de los personajes del tercer plano? ¿No debería aparecer como el elemento protagonista indiscutible?

            Estas y otras cuestiones, que fueron motivo de conflicto entre el pintor y el Cabildo de la Catedral –aunque al final, curiosamente, ganó el artista- hacen de esta composición algo único y totalmente original. Porque las tres mujeres son necesarias donde están, situadas en un punto de vista hundido, para crear un contrapicado que sirve para engrandecer la figura de Jesús, auténtico punto central y eje de la muchedumbre. Aunque miran al sayón de traje amarillo –evitando una postura excesivamente forzada- nuestra mirada, al seguir la suya, resbala por la espalda de éste y sube tranquilamente a la cabeza y rostro de Cristo que, en posición áurea, domina y controla todo el conjunto. Y, por último, la agitación de las cabezas del fondo no tiene otra misión que servir de contraste a la expresión serena y resignada de Cristo, que alza sus inmensos ojos al cielo, dando a entender que se encuentra a un nivel superior.

            Las cuatro figuras más cercanas y las tres del segundo plano se van multiplicando progresivamente hasta llegar a ser una marabunta de expresiones y gestos de todo tipo. Ahí, detrás de la cabeza del preso, está el mundo entero en su inmensa variedad: los hay jóvenes y viejos, con cascos y con la cabeza desnuda, bigotudos, barbados y lampiños, semidesnudos y con túnica, con sogas y con picas en las manos. Pero, sin duda, quien está puesto para llamar nuestra atención de forma especial es ese caballero de la armadura pulida que nos mira con fijeza y cuya función se reduce únicamente a servir de espejo al rojo fulgurante de la túnica de Jesús. Armaduras, celadas y picas de la fábrica de armas de Toledo, todas de tiempos del Greco y junto al Tajo, para enriquecer y colmar de furor una escena que sucedió en Jerusalén hacía ya casi veinte siglos.

            Es el anacronismo, la incongruencia temporal voluntaria, ese recurso plástico tan utilizado por Doménicos para intentar que la sociedad toledana se vea implicada en lo que está pasando en sus cuadros. Los argumentos de sus obras son de una categoría superior y participar en ellos no puede por menos que vanagloriar y enorgullecer a los contemporáneos. Todo esto ya pasó, de acuerdo –pensaría sin duda la gente-, pero se sigue repitiendo a diario en un rito llamado la Santa Misa, reconstrucción codificada de los misterios de la Semana Santa. Y, en el centro, la figura recia y hermosa de Jesús –cuello poderoso y manos delicadas-, ajena a los sucesos de su entorno, haciendo de eje de simetría y de punto fuerte gracias a esa túnica inconsútil de un rojo fascinante.


            Rojo de pasión y de amor. Rojo de sangre que va a ser vertida. Rojo como el color del cielo del día siguiente, cuando el velo -también rojo- del templo se desgarró porque Jesús acababa de lanzar al aire su último suspiro... Eli. Eli, lama sabactani?

lunes, 24 de septiembre de 2012

158 / ¡CHICO MALO…!


Este cuadro del norteamericano Eric Fischl resulta curioso y desconcertante en dos aspectos: en su temática y en la forma en que está pintado. Por la temática enlaza íntimamente con la obra de su compatriota Edward Hooper, que numerosas veces representa en sus lienzos figuras solitarias en habitaciones de hotel. Por su técnica continúa la tradición luminosa y fulgurante del también norteamericano John Singer Sargent, al tiempo que aplica la pincelada suelta y vigorosa de Winslow Homer.

            Pero de su propia cosecha añade un matiz que nos salta a la vista desde la primera visión del cuadro: la morbosidad, el regusto de lo prohibido. Es, sin duda, uno de esos cuadros que podemos calificar de iniciático. El muchacho, de apenas unos doce o trece años, se está quitando la ropa en la penumbra del cuarto, mientras, en una cama semideshecha, le espera una mujer desnuda en actitud exhibicionista, para hacerle cruzar el puente que separa al niño del hombre: la iniciación sexual. La mujer, que luce un desnudo más provocativo de lo normal en el arte, ya ha comenzado su propia actividad sexual y muestra en su rostro los efectos del éxtasis orgásmico. El muchacho parece sobrecogido por el espectáculo y tiene una actitud tímida, propia de quien se enfrenta a algo desconocido. O tal vez se está poniendo los pantalones, tras un intento fallido que ha dejado a su partenaire claramente insatisfecha. Ambas posibilidades nos muestran el lado más morboso y frustrante de la relación sexual.

            A su lado, una gran fuente azulada contiene un puñado de plátanos, manzanas y naranjas, frutas todas proclives a la sugerencia erótica y fálica, de cuyo aroma agrio se supone la habitación embalsamada.

            Pero no es esto lo más resaltante, a mi entender. Lo curioso de esta obra es esa luz desgarrada, en forma de líneas de color, que acuchilla los cuerpos y las superficies, cortándolas como a rodajas con un filo cromático inesperado. Todo procede –está claro- de la persiana de lamas horizontales que filtra y raciona la luminosidad, dejando caer contrastes de luz y sombra sobre el desnudo femenino, los pliegues de las sábanas, el suelo, el hombro del adolescente y las frutas. Esa luz tamizada que pulveriza la penumbra consigue que el tema pierda gran parte de su morbosidad y se convierta, por encima de todo, en un espectáculo visual. Curioso cuando menos…

            Pero, amigos, nihil novum sub sole, que dijeron los antiguos. Antes que Fischl, ya el mismísimo Sorolla había dado muestras de su maestría en el racionamiento de la luz en este cuadro titulado La bata rosa –imagen de al lado-, de tema costumbrista totalmente ajeno a la sordidez de la escena de la obra de arriba. En ambos la luz penetra tamizada por un filtro intermitente. Si de luminismo se trata, Sorolla y Sargent pertenecen a la misma escuela, son hijos de la misma época y creo que incluso fueron amigos. Y por el aliento de Sargent –ya lo hemos dicho- respira Enric Fischl, nuestro invitado de hoy.

            Ambos intentan –Fischl y Sorolla- controlar la luz, utilizándola como un instrumento fantástico para el modelado de las formas pero –no creo que nadie lo dude- aunque la temática del norteamericano es más atrevida, la técnica del valenciano es muy superior y no admite parangón.


            Y es que Sorollas no ha habido muchos, ni puede que los haya en el futuro...

domingo, 16 de septiembre de 2012

157 / SOPLAN AIRES REVOLUCIONARIOS…


Estamos a finales del siglo XVIII y Francia, como indica la litografía de arriba, firmada por J. J. Grandville, es víctima de todo tipo de aves carroñeras que la están despedazando. La nación está amarrada con cuatro cadenas al suelo –la crisis, la desigualdad, la miseria y la arbitrariedad social- mientras cuervos de todo tipo le van arrancando las entrañas. Algunos de ellos llevan galones militares, otros lucen medallas y condecoraciones de la nobleza, todos lucen bandas que los identifican como miembros selectos de una sociedad en la que la mayor parte de la riqueza está en manos de unos pocos.

            Algo se está fraguando que va a cambiar la sociedad francesa desde sus mismos cimientos, haciendo desaparecer el último rastro de feudalismo a favor de algo más igualitario, aunque nunca lo será lo bastante ni del todo. Entonces el Tercer Estado –el pueblo y la burguesía, apoyados por unos pocos nobles y religiosos progresistas- se reúnen en el edificio llamado Jeu de Paume (Frontón o Juego de pelota) y allí se marcan las bases de lo que será el nuevo Estado. En palabras de René Huyghe, “es el momento esencial al que parece llevar todo el pasado y donde el futuro se muestra en germen”. Ya nada será lo mismo en adelante.

            Jacques Louis David estaba allí y quiso dejar constancia de este hecho que él mismo consideró trascendente. Primero lo hizo en un detallado dibujo a pluma con leves toques de color –del que la imagen de al lado es un fragmento- como boceto para un cuadro posterior de gran tamaño que, desgraciadamente, nunca llegó a realizarse. En el centro vemos a un burgués que discute con un sacerdote y un monje, junto a una serie de personajes ilustrados que están comprometidos en que todo cambie. Y lo primero es encontrar un lema, y ya lo tenemos: LIBERTÉ, ÉGALITÉ, FRATERNITÉ!

            Del recinto del Jeu de Paume salió un compromiso firme de llevar al país a un cambio radical –uno de los más radicales de la historia- que luego fue generando los hechos posteriores: la toma de la Bastilla, los ajusticiamientos en la guillotina y la capacidad de un  país para deshacerse de todos los cuervos que lo estaban despedazando.

            Sobre todo nace en los corazones de la gente sencilla el espíritu revolucionario. Y también en este aspecto está presente el arte. De ello se encarga Eugène Delacroix, que pinta La libertad guiando al pueblojunto a estas líneas en su zona central- y simboliza al espíritu libre de los sans culottes, presentándolo como una poderosa matrona de pecho generoso, capaz de alimentar con él el fervor revolucionario de toda una nación. Ella misma va en cabeza, saltando por encima de unas barricadas hechas de piedras, palos y cadáveres –las inevitables víctimas de toda revolución-, agitando la bandera nacional que en la imagen de arriba era picoteada por cuervos de toda índole.

            En las actitudes de los personajes y en el fragor de la batalla se percibe el fervor revolucionario del mismo Delacroix que se puso –con sus pinceles en ristre- al servicio de un pueblo que, por primera vez en la historia, acababa de rebelarse contra su destino de víctima. Por fin el pueblo –el Tercer Estado, insisto- cuenta y consigue transformar una sociedad de jerarquías históricas en una sociedad de clases.

            Y el Arte está presente en todo momento. Ahí, ahí, eso es lo suyo. Y por hoy se acaba. Ciao! o, mejor dicho, AU REVOIR, mes amis...!

sábado, 8 de septiembre de 2012

156 / ¡QUÉ SUICIDIOS MÁS ROMÁNTICOS…!


Se decía por entonces -mediados del siglo XIX- que el suicidio estaba de moda y que era degradante que una persona que tenía auténtico espíritu romántico muriese en la cama, rodeado de su esposa, hijos y demás familiares. ¡Qué vulgaridad! ¡Qué falta de poesía y de romanticismo! Ese es un final destinado sólo a los burgueses, a los banqueros y a otros dedicados al lucro y a la vida prosaica. Los artistas, poetas, pintores y músicos, necesitan y anhelan tener una vida corta, una muerte rápida y dejar un bonito cadáver. Así lo prescribió Goethe en su novela Werther, creando en ella el prototipo del suicidio por amor. O, mejor dicho, por desamor.

            Este tópicazo del Romanticismo es el que el pintor del siglo XIX Leonardo Alenza quiso criticar, hasta llegar a la ridiculización, en estos dos cuadros titulados ambos Suicidio romántico. Alenza fue un artista de estilo suelto y desenfadado que, llevado por su tendencia al realismo -heredada de su maestro Goya-, encontró en los excesos románticos un filón para dar rienda suelta a su vena satírica y a sus habilidades como ilustrador y caricaturista. En efecto, la caricatura y la sátira gráfica llegaron a ser, durante la segunda mitad del XIX, una auténtica pintura de género.

            Ambos cuadros son muy parecidos y los dos aluden a lo mismo. Uno, el de arriba, nos sitúa al borde de un precipicio al que acude el “panoli” despechado que, torturado por los fantasmas del desamor mientras yace en su lecho, decide levantarse para, sin darse tiempo siquiera a quitarse el camisón de dormir, acabar con su vida. Su cuerpo es enjuto y sus piernas  muy delgadas como corresponde al arquetipo del caballero romántico. Se arroja al abismo al tiempo que se clava con la mano derecha un puñal en el costado, no sea que alguno de los dos métodos falle. El pintor le propone, en la parte izquierda del cuadro, otros métodos para suicidarse: el ahorcamiento de la rama de un árbol, recurso limpio y eficaz que sólo precisa de una cuerda –siempre que se disponga de un árbol, claro- y el disparo en el pecho, igualmente efectivo, pero con el inconveniente de que lo deja todo perdido de sangre. Poco ecológico, diríamos ahora.

            A un lado deja el suicida su-espada-para-lavar-ofensas-en-los-duelos, su pluma y sus legajos -entre los que, por supuesto, ha escrito una novela de lo más romántica- y una carta para el juez explicando las razones de su viaje al más allá.

            La otra imagen tiene detalles similares, pero esta vez está situada en el cementerio, donde un “jovencito” ya entrado en años está a punto de descerrajarse un tiro en pleno gaznate, ante la presencia ausente de una “jovencita”, también entrada ya en años, que lleva en sus manos un libro de poemas y la típica corona de laurel medio seco que aguarda a los que mueren por amor. Ambos bajo la mirada atenta de la lechuza, animal romántico donde los haya. El resto de objetos, la espada, los libros, el tintero, etc., son prácticamente los mismos del cuadro anterior.

            Ya lo decían los literatos de la época: En una buena novela del Romanticismo nunca pueden faltar una o dos escenas de cementerio, una lechuza misteriosa, un duelo con sangre, un envenenamiento, un panteón con letras grabadas en mármol y una buena tormenta de rayos y truenos.

            Y a la hora de morir, que sea  por tuberculosis si se trata de damas, o por un elegante suicidio si hablamos de caballeros. Pero ¿morir tranquilito en la cama, con velas y entre rezos? ¡Vade retro, Sátana! ¡A quién se le ocurre! ¡Faltaría plus…!

viernes, 31 de agosto de 2012

155 / DE MANET A VELÁZQUEZ: Flotando en la nada



Edouard Manet ya era un artista sobradamente conocido cuando, yendo por las calles de París de camino a su estudio como todos los días, se cruzó con una pequeña banda de música callejera que iba en sentido contrario. No serían más de quince músicos y de todos ellos le llamó la atención un chiquillo, severamente vestido con el uniforme de la corporación, que manejaba con soltura un pífano, una especia de flauta travesera de pequeño tamaño y de madera.

            Lo invitó a su estudio y el muchacho no tuvo inconveniente en posar simulando que tocaba la flauta durante unos días. El resultado está al inicio de este artículo y se llama El pífano, sin más. Con cuidado fue pintando la blusa negra abotonada, el pantalón ancho y rojo con lista negra a ambos lados y el gorro, igualmente rojo y negro. Después la funda metálica, cogida a una banda blanca colgada del hombro en bandolera. Un poco ridículo –piensa el pintor- pero ¡qué le vamos a hacer! Al menos el rapaz pone empeño en el posado. Pero, al acabar el retrato de cuerpo entero –de tamaño mediano-, ¿qué poner como fondo? ¿Un parque, unos transeúntes, un jardín, el cielo, una playa, la esquina de un edificio? Se necesita algo que no llame demasiado la atención, sino que sirva para potenciar el efecto cromático de la figura y de su ridículo uniforme.

            Entonces recordó que, en uno de sus viajes a España, mientras visitaba con asombro y admiración el Museo del Prado, las salas de Velázquez lo habían conmovido especialmente. Ésta sí era pintura auténtica, sin falsas mitologías ni cursis arrobamientos. Lo contrario a los pompiers que ahora están de moda en los salones parisinos. Y, sobre todo, hubo un cuadro que le llamó poderosamente la atención, no tanto por la figura, sino por el fondo. Representaba a un deficiente mental, aunque su título –Don Pablo de Valladolid- más bien parecía designar a un personaje importante. Iba elegantemente vestido, con un traje negro acuchillado, al estilo de la nobleza de entonces. Tenía las piernas muy separadas y un amplio manto, negro también, envolvía su cuerpo con estilo y prestancia. Pero –y esto es lo que más atrajo su atención- ¿dónde estaba situado el modelo? Ni en un jardín, ni en una sala del palacio. Don Pablo posaba en la nada. Estaba rodeado por un color ocre uniforme, con una leve veladura verdosa, Arrojaba una escueta sombra sobre el suelo, eso sí, pero nada indicaba dónde acababa éste y dónde empezaba la pared. Ni parquet, ni losas, ni pared con tapices, ni ventanas. Sólo color. Algo que, sin saber por qué, le había parecido una solución inteligente e innovadora. ¿Por qué un modelo tiene que estar necesariamente en alguna parte? ¿No es, antes que nada, una pintura? Un fondo neutro sin duda potenciará el atractivo del motivo y evitará que la vista se distraiga con detalles innecesarios.

            Y así lo hizo. Por eso el muchacho músico posa en el vacío; en la nada, podríamos decir, en un gesto de claro desprecio hacia Euclides y su espacio tridimensional. En los retablos románicos, las figuras se recortaban sobre un fondo uniforme de pan de oro. Más tarde, Velázquez se atrevió a colocar a su bufón en un espacio sin suelo y sin pared. Manet, su discípulo tardío, retoma la idea y coloca a su músico ante un telón de color único.

            Ambos han inventado el fondo, el color uniforme ante el que miles y miles de figuras han posado desde entonces. Color, sólo color. Y, entre todos los posibles, aquél que ayude al resaltar la imagen del retratado. Que se sienta orgulloso de su retrato y le suba la autoestima…

viernes, 24 de agosto de 2012

153 / NEFERTITI, LA BELLA DEL NILO


Los libros de arte, por lo general bastante propensos a los tópicos y a los lugares comunes –salvo valiosas excepciones que aportan datos verdaderamente interesantes- nos han acostumbrado a ver el arte egipcio como una expresión rígida y codificada hasta extremos insospechables. Que si las piernas vistas de perfil, que si el torso visto de frente, pero con los brazos vistos de nuevo de perfil y con las manos en posición de danza egipcia –nunca mejor dicho. Pero esta visión del Arte del antiguo Egipto –hecho para grandeza del faraón o con motivos exclusivamente religiosos- deja paso, en la época tardía, a obras tan personales como este retrato en busto de Nefertiti, cuya veracidad y naturalismo no puede por menos que sorprendernos.

            Vivió y reinó en el siglo XIV antes de Cristo y fue esposa de Akenatón, el faraón que impuso el culto del dios-sol Atón. En efecto, el rostro de esta mujer –por otra parte ferviente adoradora del dios y puede que hasta sacerdotisa, caso extrañísimo- refleja en la perfección de sus rasgos, en su tez tostada y en la proporción de las distintas partes de su rostro, la belleza del astro rey. Unas amplias cejas –siempre, por supuesto, pintadas previa depilación- enmarcan por arriba una faz que por abajo se cierra con unos labios únicos y una barbilla elegante, femenina y perfectamente encajada en el conjunto.

            Ni su oreja derecha rota, ni su ojo izquierdo en blanco –sin pupila, con aspecto de tuerto-, ni el ureus –sombrero ritual para las grandes ceremonias- partido consiguen empañar lo más mínimo la sensación de belleza que irradia de ese rostro perfecto y de ese cuello de cisne. Seguramente los aficionados a la antropología se remitirían inmediatamente a las mujeres-jirafa de Extremo Oriente, pero los dilettantes del arte pensamos automáticamente en las Vírgenes y en los ángeles del Manierismo –léase Parmigianino- de cuellos esbeltos y miembros sometidos a una estilización consciente y elegantísima. Y, sin duda, esos ojos almendrados, resaltados sus contornos con líneas de kohol, ven más allá de lo que vemos los demás.

            Así la talló Tutmés, el escultor que fue retratista oficial de Akenatón. Y así apareció en su taller, con su medio metro de altura y su decoración intacta, poco antes de la primera Guerra Mundial. Se había creado un estilo, el estilo Tell-el-Amarna, que buscaba la estilización y la belleza pura. En el mismo taller fueron encontrados otros retratos de la bella, algunos inacabados, como el de al lado, que no hicieron más que confirmar su hermosura inimitable.

            Parece que Akenatón, al final de su reinado de dieciséis años, la repudió y la hizo sustituir por otra. De ser así, ¿este hombre estaba ciego o es que era tonto? ¿Dónde iba a encontrar una mujer con una belleza exterior –y también interior, que se refleja a través de la mirada- como la de su esposa Nefertiti? ¡Es como el que vendió el Mercedes para comprarse un Seiscientos! ¡Hay cada tarugo por ahí...!

domingo, 19 de agosto de 2012

154 / EL DESNUDO BAJANDO LA ESCALERA


Esta obra está en el Museo de Arte de Filadelfia. En ella, parece que Marcel Duchamp (1887-1968) recogió el testigo del jabalí con ocho patas de Altamira y se propuso representar, no tanto una figura moviéndose cuanto el movimiento en sí mismo. Con respecto a los intentos cinéticos anteriores de pintores como el Greco, el mismo Velázquez o Brueghel, esta obra supone un avance importante, porque incluye el desplazamiento espacial de una misma figura que recorre el cuadro de izquierda a derecha. Su autor lo tituló Nu descendant l’escalier (Desnudo bajando la escalera).

            Pero, dado el tiempo que le tocó vivir, esta obra muestra un retraso en cuanto a expresión dinámica con respecto al quinetoscopio, al zootropo y a otros dispositivos que circulaban por los círculos progresistas –y en ocasiones incluso por los populares- que conseguían reproducir el efecto de movimiento sin exigir del espectador ningún esfuerzo mental. Simplemente, las figuras se movían. Aún faltan bastantes años para que los artistas del Op-ArtVasarely, su hijo Yvaral, Julio Leparc y varios más- incorporen motores eléctricos a sus obras cinéticas consiguiendo, ahora sí, un cinetismo real, no virtual ni fingido.

            En su época, esta obra desagradó a todo el mundo. Dado que el Cubismo era un movimiento reciente y estaba empezando a ser asimilado por la crítica y el público, pareció que era una sátira del estilo cubista y sentó fatal, siendo rechazada del Salón de los Independientes, donde exponían los que ya habían sido rechazados en otras muestras. O sea, fue doblemente rechazada.

            Duchamp amaba las máquinas, como todos los surrealistas y los futuristas, y las representaba en sus cuadros. En este caso incorpora una especie de robot femenino estructurado con formas geométricas elementales –no en vano, siendo caricaturista, se pasó al mundo del arte de la mano de Cézanne- que se va desplazando sucesivamente mientras baja los peldaños de la escalera, formando en su conjunto la imagen de un barrido que imita uno de los recursos del cine, que es la representación por antonomasia de la imagen en movimiento. Aquí sí que tiene que intervenir nuestro ojo con la capacidad llamada retentiva retiniana. Seguro que Duchamp, en 1912, ya había visto algunas peliculitas de cine, inventado unos veinte años antes. Y del lenguaje del cómic –en aquellos tiempos bande dessinée-, toma prestado el efecto de las líneas cinéticas, rectas o curvas que, aquí y allá, potencian en nuestra percepción visual la sensación dinámica.

            En resumen, el resultado es una curiosa mezcla de Cubismo con Futurismo, con un innegable toque de Surrealismo, unas gotas de cine y una pizca de cómic. Pero aún hay pintura, aún se ha dado el acto pictórico. En adelante, el artista se propondrá “desaprender a pintar”, inventará los ready-mades –el urinario y la rueda de bici- y acabará, como coronación de su carrera artística, dejando la pintura, jugando al ajedrez y viviendo de su fama.

            Años más tarde, G. Richter, dentro de la corriente del realismo americano de los años 60 y 70, realiza otra versión del Desnudo bajando la escalera, más en estilo fotográfico, con la figura de frente y añadiendo efectos de desenfoque en las zonas exteriores del cuadro. El resultado lo dejo a vuestra consideración en la imagen intermedia. Pasado un tiempo, el español Eduardo Arroyo satiriza sobre el cuadro con su obra Vestido bajando la escalera, que aparece en la última imagen. Que cada uno juzgue por sí mismo.

             Yo no digo nada porque, como siempre, calladito estoy más guapo...

miércoles, 15 de agosto de 2012

151 / AUTO DE FE

Este cuadro, pintado por Berruguete en 1490, nos da una idea bastante exacta de lo que pudo haber sido un juicio por herejía ante el Tribunal de la Inquisición. En realidad, el pintor palentino quiere narrar un milagro de Santo Domingo de Guzmán, fundador de los Padres Dominicos -que aparece presidiendo el tribunal-, que consiguió convertir al hereje que se encuentra ante las escaleras, salvándole así tanto el cuerpo como el alma. Señal de ello es que ya se ha quitado el capirote que lo marcaba como hereje recalcitrante. A ambos lados del Santo aparecen multitud de frailes, de teólogos y de asesores, uno de los cuales aprovecha para echarse una buena siesta, como se ve en el detalle de al lado.

Centrándonos exclusivamente en el contenido del cuadro –dejando aparte las crónicas históricas o las anécdotas legendarias- podemos deducir que, tras el juicio propiamente dicho, los acusados que persistían en sus falsas creencias eran conducidos por los soldados –de los que algunos van a pie y otros a caballo- hasta el lugar del castigo. Antes de subir se les ofrecía una nueva oportunidad de renunciar a la herejía y volver al buen camino, aceptando los consejos del fraile que porta en su izquierda el crucifijo. Van vestidos con el traje llamado sambenito y tocados con el ya citado capirote, diseñado especialmente para estas ocasiones. En caso de empeñarse aún en el error, eran subidos al lugar del suplicio, elevado del suelo una altura de cuatro peldaños, para que pudiese ser visto por toda la asamblea. Allí, según muestra claramente el siguiente detalle, eran atados a un poste sujetos por el cuello, y se les ponía un gran clavo entre las piernas para que pudiesen aguantar más tiempo en posición erguida. Luego se encendía el fuego y eran quemados lentamente entre fortísimos dolores. En las expresiones de los reos se percibe la enajenación producida por los ardores de las llamas.

Parece que estas escenas, llamadas Autos de Fe, se dieron con mayor frecuencia entre los judeoconversos –judíos falsamente convertidos al cristianismo-, y posteriormente entre los moriscos. Pero hubo gente importante y de fe acendrada, como Bartolomé de Carranza, Arzobispo de Toledo, que tuvo que vérselas con el Tribunal del Santo Oficio, como se decía entonces. Incluso Velázquez y Goya, cada uno en su tiempo, se tuvieron que enfrentar a sendas denuncias fallidas por atentar con sus obras contra la moral o las buenas costumbres.

Y a propósito de Goya, resulta curioso comprobar qué poco ha cambiado el aspecto de los reos vestidos con el sambenito desde la época de Berruguete, en el siglo XIV, hasta la del pintor aragonés, a principios del XIX. Similares trajes talares y los mismos capirotes con los colores blanco, amarillo y rojizo. La moda evolucionó poco en este campo. Es fácil comprobarlo en este detalle –última imagen- de una obra goyesca titulada también Auto de fe de la Inquisición.

Sin duda -se nota- lo vivió en sus carnes, sin necesidad de que nadie se lo contara...



sábado, 14 de julio de 2012

152 / UNA MORENA Y UNA RUBIA

Son amigas y se aman. Lucen hermosas cabelleras, negra una y rubia la otra, y sus cuerpos revientan de hermosura y de plenitud. Tendrán alrededor de veintitantos y han descubierto el amor mutuo y las caricias que llevan al placer y al éxtasis. Cada una adora el cuerpo de la otra y van juntas a todas partes, cogidas de la mano. Son lesbianas y no tienen necesidad de esconderse ante nadie.

            Hoy domingo, siguiendo la clásica costumbre parisina –tantas veces pintada en el aestilo impresionista- dedican la mañana a pasear por las orillas del Sena. Es agradable pisar la hierba, coger ramos de flores y sestear bajo las ramas de un árbol después de un largo paseo en barca. Hace un calor sofocante y tienen ganas de quitarse algo de ropa, pero se contienen porque la ribera del río es un continuo pasear de parejas y familias con niños. Por eso se tumban indolentemente –foto 1- sobre el suelo fresco, junto al tronco de un árbol, y dormitan. La rubia lleva una pamela de ala ancha y ya ha descabezado un sueño. Aún sostiene en su mano el ramo de flores cogido mientras paseaban. La morena está aún medio adormilada y la lasitud de su cuerpo se nota en los ojos apenas entreabiertos y en la dejadez de las manos.

            Así las descubrió Gustave Courbet y así las plasmó en este lienzo que está en el Petit Palais de París. Las actitudes de ambas muestran una animalidad y una conducta instintiva que causó estupor e indignación entre los críticos moralistas de la época. Nunca nadie se había atrevido a representar con tanto descaro la entrega de estas dos mujeres al sopor y al placer de la pereza y el abandono. Son las demoiselles de la Seine y así las llaman quienes las conocen.
            Cuando llega la noche –foto 2-, se entregan al disfrute de sus cuerpos sobre la cama de un pequeño apartamento abuhardillado en la zona alta de Montmartre. No es lujoso y sólo tiene un dormitorio, pero para ellas es suficiente. Les bastaría con cualquier rincón donde cupiese una cama en la que poder librar sus batallas amorosas. Se diría que éstas son movidas, si no violentas, a juzgar por el collar de perlas que aparece roto sobre la sábana y la peineta caída entre las piernas de ambas amigas. Tras el combate carnal ante el jarrón con el ramo de flores que trajeron de las orillas del Sena por la mañana, se entregan de nuevo al sueño reparador, enredadas las piernas y en contacto íntimo los cuerpos. Son las lesbianas del barrio, la morena y la rubia. Todo el mundo las conoce y ellas piensan que no tienen por qué esconderse. Así las encontró de nuevo Courbet y de esta forma quedaron pintadas para la posteridad en este otro cuadro, también del Petit Palais, titulado El sueño.
            Sin duda sueñan la una con la otra y sus manos se buscan incluso mientras duermen. Las dos transpiran corporeidad y sus cuerpos pletóricos de vida y de amor sienten que, mientras se tengan mutuamente y tengan juventud, todo irá bien. Después…, qui peut  savoir ça, mes amis?