viernes, 20 de abril de 2012

142 / LOS FANTASMAS DE GAUGUIN


Paul Gauguin era agente de bolsa y llevaba una vida desahogada cuando decidió abandonarlo todo para hacerse pintor. Tras pasar muchas dificultades económicas –igual que su amigo Vincent Van Gogh-, decide marcharse a las islas de los Mares del Sur, a Tahítí y posteriormente a las Islas Marquesas, a la búsqueda de un paraíso que –esto lo descubrió más tarde, próximo ya a su muerte- no existía en ningún sitio y sólo estaba en su fantasía.

Toda la técnica pictórica que había adquirido en Francia a fuerza de entusiasmo y de trabajo la aplica en la representación de los mitos y de la vida de los nativos a los que en Europa llamaban salvajes o primitivos. “Yo mismo soy un salvaje”, había asegurado el pintor. Basta leer su librito Escritos de un salvaje para comprobarlo.

El pareo, que tanta importancia tiene en la vida de una chica tahitiana, le sirve como sábana, y el pintor le da un tono amarillento porque la tela está tejida con fibra vegetal de corteza y porque quiere crear un ambiente de iluminación artificial. La adolescente tiene la mirada perdida y observa de reojo y con temor ante algo hasta ahora desconocido. Desea esconderse pero, al mismo tiempo, no quiere perderse nada. La funda del colchón trae a la mente el recuerdo de las grandes flores que pintaba en Francia su contemporáneo Odilon Redon con colores puros y vibrantes. Él las quiere amarillas porque así, en contraste con el color violeta del fondo, completarán el acorde musical.

Sin duda podemos calificar a Gauguin como el padre del Simbolismo, pues fue el primero que cargó sus figuras y sus colores de contenidos simbólicos, más allá de la simple apariencia exterior. Y lo fue explicando en sus numerosos escritos. El cuadro Manao Tupapau representa literariamente, según él, el espíritu de un alma viva unido al espíritu de los muertos. Y plásticamente, una armonía de naranja y azul, unida por amarillos y violetas y surcada por chispas verdosas...

Las autoridades le hicieron la vida imposible, porque hablaba otro lenguaje –el suyo propio- y porque se atrevió a abandonarlo todo para intentar ser libre. Un pecado imperdonable en aquel tiempo. Quo vadis, Gauguin?, -le decían. Y él sólo contestaba con su obra. Lo dicho: un auténtico salvaje…

martes, 17 de abril de 2012

141 / ASÍ SURGIÓ LA VÍA LÁCTEA


Resulta sorprendente la capacidad que tuvieron los griegos y los romanos para explicar, de forma hermosamente poética, el funcionamiento del mundo. Inventaron dioses para el viento, para el fuego y para el mar, para el rayo y para el trueno; prácticamente para todo. Agruparon las estrellas y, según su forma, las asimilaron a animales o a hombres. Nada de explicaciones tan prosaicas como que el Big Bang, la explosión primigenia, hizo brotar de la sopa original los astros, las galaxias y las fábricas de estrellas. No hay color...

Un buen día, alguien vio ese blanquinoso camino del cielo que se dirige al norte y le puso por nombre Vía Láctea. Más tarde se preguntó de dónde provenía y encontró una respuesta inmediata y cargada de belleza:

Juno, la reina del Monte Olimpo, estaba por entonces amamantando a Hércules, un bebé que tenía una fuerza extraordinaria. La diosa se quedó dormida, momento que el superniño aprovechó para dar un potente sorbetón que despertó a la diosa sobresaltada. Con el movimiento, la leche se escapó de sus pechos y sembró el cielo de gotas que, al convertirse en estrellas, formaron la Vía Láctea. ¡Más claro, agua!

Así de fácil y así de sugerente. Otras versiones menos inspiradas atribuyen el fenómeno a los paseos de la cabra Amaltea que, mientras alimentaba a Júpiter niño, iba soltando por el cielo un reguero de gotas de sus ubres repletas. No está bien comparar a la diosa con una cabra, pero en realidad da lo mismo una versión u otra. Lo importante es que esos relatos de la mitología han dado pie a la realización de obras de Arte extraordinarias, como este cuadro del veneciano Tintoretto.

La diosa está blandamente acostada, rodeada de cupidillos alados y armados con flechas. En cuanto un sirviente le acerca al niño al pecho, éste comienza a lanzar chorros y más chorros de gotas de leche que, al quedar en suspensión, se van convirtiendo en estrellas brillantes. Muchos miles de millones de gotas fueron necesarios para formar un sendero tan poblado, pero así son los dioses; para ellos todo es posible de la forma más fácil. La escena se enriquece con otras incorporaciones, como los pavos reales -símbolos de la diosa-, o el águila –símbolo de Júpiter- con el haz de rayos entre las garras.

La composición forma una X que ocupa todo el lienzo, esquema muy utilizado por los artistas del Barroco italiano. Las dos aspas de la X se cruzan precisamente sobre la zona púbica de Juno, donde está el origen de la vida y la fuente de la fertilidad. Y no lo olvidéis: si contempláis, en cualquier noche de verano, el sendero lácteo que cruza el cielo de sur a norte, hacia Santiago de Compostela, tened en cuenta que se trata del rastro lechoso de la diosa JunoHera para los griegos- que, en su exuberancia, salpicó cielo y tierra con el exceso de su leche divina.

En 1969, Luis Buñuel filmó una película titulada igualmente La Vía Láctea, en la que hacía sus propias reflexiones sobre la religión y las prácticas devotas. No está mal, pero nada que ver con Tintoretto, que pintaba Arte en estado puro…

miércoles, 11 de abril de 2012

140 / ESPERANDO UNA TUMBA





Tengo que confesar que éste es uno de los cuadros más extraños que conozco sobre el tema; fue pintado por el italiano Carpaccio. Se trata de una obra que podríamos –usando el argot del cine- llamar “coral”, por la cantidad de elementos que aparecen en escena. Vamos a analizarlo con atención, ayudándonos del esquema adjunto:

En primer plano aparece el cuerpo de Jesús que, después de ser bajado de la cruz, ha sido colocado sobre un largo velador de patas torneadas, de un falso estilo Luis XV, bastantes años antes de Luis XV. Allí el cuerpo aguarda a que la tumba esté preparada (1). Todo el suelo está sembrado de calaveras y de fragmentos de esqueletos, tanto de hombres como de animales, por lo que se deduce que este lugar está destinado a ser un osario (2). A la derecha del cadáver vemos a un anciano semidesnudo que, apoyado en el tronco del árbol, dormita o reflexiona (3). Opino que –dando un salto en el tiempo- debe ser un ermitaño que ha hecho de la meditación sobre la muerte de Jesús el objetivo de su vida. Más a la derecha observamos a la Virgen Dolorosa que es consolada por María Magdalena, echadas ambas por el suelo (4). Detrás de ellas, más lejos, otro par de mujeres siguen llorando la muerte
de Jesucristo (5).

Al fondo a la izquierda, un anciano –José de Arimatea, sin duda- prepara una jofaina con agua para lavar el cuerpo, mientras unos operarios están adecuando la tumba y la piedra de la entrada para ponerla en uso (6). El centro de la imagen está sembrado de ruinas de monumentos y templos antiguos (7), señal inequívoca de que el antiguo orden de los dioses clásicos ha llegado a su fin y, tras la muerte de Jesús, comienza un nuevo orden basado en el amor. Un poco más a la derecha hay un pequeño montículo con la abertura de una tumba –no olvidemos que todo el terreno es un camposanto-, ante cuya puerta se encuentra una momia enhiesta, apoyada contra la roca, con los brazos cruzados sobre el pecho (8). Sobre este mismo montículo, un pastor vigila las ovejas mientras otro, frente a él, se dedica a tocar la flauta (9). A lo lejos, a ambos lados, paisaje marino incluido, la gente se afana en sus tareas y en sus negocios, monta a caballo, cultiva sus campos y sigue con su vida (10).

Aparentemente todo muy normal, muy de vida corriente pero, ¿qué hace ahí esa momia (8) con la piel negra ya, al pie de su tumba, y quién la ha sacado de su reposo? ¿Terminarán sus huesos esparcidos por el osario (2), donde tantos hay? Y además, ¿por qué el pastor despistado (9) sigue tocando la flauta a todo pulmón?

¿No sabe, pobre ignorante, que alguien muy importante ha muerto y que toda la naturaleza está de luto?