Edouard
Manet ya era un
artista sobradamente conocido cuando, yendo por las calles de París de camino a
su estudio como todos los días, se cruzó con una pequeña banda de música
callejera que iba en sentido contrario. No serían más de quince músicos y de
todos ellos le llamó la atención un chiquillo, severamente vestido con el
uniforme de la corporación, que manejaba con soltura un pífano, una especia de flauta
travesera de pequeño tamaño y de madera.
Lo invitó a
su estudio y el muchacho no tuvo inconveniente en posar simulando que tocaba la
flauta durante unos días. El resultado está al inicio de este artículo y se
llama El pífano, sin más. Con
cuidado fue pintando la blusa negra abotonada, el pantalón ancho y rojo con
lista negra a ambos lados y el gorro, igualmente rojo y negro. Después la funda
metálica, cogida a una banda blanca colgada del hombro en bandolera. Un poco
ridículo –piensa el pintor- pero ¡qué le vamos a hacer! Al menos el rapaz pone
empeño en el posado. Pero, al acabar el retrato de cuerpo entero –de tamaño
mediano-, ¿qué poner como fondo? ¿Un parque, unos transeúntes, un jardín, el
cielo, una playa, la esquina de un edificio? Se necesita algo que no llame
demasiado la atención, sino que sirva para potenciar el efecto cromático de la
figura y de su ridículo uniforme.
Entonces
recordó que, en uno de sus viajes a España, mientras visitaba con asombro y
admiración el Museo del Prado, las salas de Velázquez
lo habían conmovido especialmente. Ésta sí era pintura auténtica, sin falsas
mitologías ni cursis arrobamientos. Lo contrario a los pompiers
que ahora están de moda en los salones parisinos. Y, sobre todo, hubo un cuadro
que le llamó poderosamente la atención, no tanto por la figura, sino por el
fondo. Representaba a un deficiente mental, aunque su título –Don Pablo de Valladolid- más bien parecía
designar a un personaje importante. Iba elegantemente vestido, con un traje
negro acuchillado, al estilo de la nobleza de entonces. Tenía las piernas muy
separadas y un amplio manto, negro también, envolvía su cuerpo con estilo y
prestancia. Pero –y esto es lo que más atrajo su atención- ¿dónde estaba situado el modelo? Ni
en un jardín, ni en una sala del palacio. Don Pablo posaba en la nada. Estaba rodeado
por un color ocre uniforme, con una leve veladura verdosa, Arrojaba una escueta
sombra sobre el suelo, eso sí, pero nada indicaba dónde acababa éste y dónde
empezaba la pared. Ni parquet, ni losas, ni pared con tapices, ni ventanas. Sólo color.
Algo que, sin saber por qué, le había parecido una solución inteligente e
innovadora. ¿Por
qué un modelo tiene que estar necesariamente en alguna parte? ¿No es, antes que
nada, una pintura? Un fondo neutro sin duda potenciará el atractivo
del motivo y evitará que la vista se distraiga con detalles innecesarios.
Y así lo
hizo. Por eso el muchacho músico posa en el vacío; en la nada, podríamos decir,
en un gesto de claro desprecio hacia Euclides y su espacio tridimensional. En los retablos
románicos, las figuras se recortaban sobre un fondo uniforme de pan
de oro. Más tarde, Velázquez se atrevió a colocar a su bufón en un
espacio sin suelo y sin pared. Manet, su discípulo tardío, retoma la idea y
coloca a su músico ante un telón de color único.
Ambos han inventado el
fondo, el color uniforme ante el que miles y miles de figuras han posado
desde entonces. Color, sólo color. Y,
entre todos los posibles, aquél que ayude al resaltar la imagen del retratado. Que
se sienta orgulloso de su retrato y le suba la autoestima…
Eso de que el fondo sea el vacío me recuerda a la pintura china, donde a veces el fondo es sólo el papel con su propio color. Estas dos figuras que nos presentas tienen tanto protagonismo y son tan vivas que todo lo demás sobra. Saludos,
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