viernes, 31 de agosto de 2012

155 / DE MANET A VELÁZQUEZ: Flotando en la nada



Edouard Manet ya era un artista sobradamente conocido cuando, yendo por las calles de París de camino a su estudio como todos los días, se cruzó con una pequeña banda de música callejera que iba en sentido contrario. No serían más de quince músicos y de todos ellos le llamó la atención un chiquillo, severamente vestido con el uniforme de la corporación, que manejaba con soltura un pífano, una especia de flauta travesera de pequeño tamaño y de madera.

            Lo invitó a su estudio y el muchacho no tuvo inconveniente en posar simulando que tocaba la flauta durante unos días. El resultado está al inicio de este artículo y se llama El pífano, sin más. Con cuidado fue pintando la blusa negra abotonada, el pantalón ancho y rojo con lista negra a ambos lados y el gorro, igualmente rojo y negro. Después la funda metálica, cogida a una banda blanca colgada del hombro en bandolera. Un poco ridículo –piensa el pintor- pero ¡qué le vamos a hacer! Al menos el rapaz pone empeño en el posado. Pero, al acabar el retrato de cuerpo entero –de tamaño mediano-, ¿qué poner como fondo? ¿Un parque, unos transeúntes, un jardín, el cielo, una playa, la esquina de un edificio? Se necesita algo que no llame demasiado la atención, sino que sirva para potenciar el efecto cromático de la figura y de su ridículo uniforme.

            Entonces recordó que, en uno de sus viajes a España, mientras visitaba con asombro y admiración el Museo del Prado, las salas de Velázquez lo habían conmovido especialmente. Ésta sí era pintura auténtica, sin falsas mitologías ni cursis arrobamientos. Lo contrario a los pompiers que ahora están de moda en los salones parisinos. Y, sobre todo, hubo un cuadro que le llamó poderosamente la atención, no tanto por la figura, sino por el fondo. Representaba a un deficiente mental, aunque su título –Don Pablo de Valladolid- más bien parecía designar a un personaje importante. Iba elegantemente vestido, con un traje negro acuchillado, al estilo de la nobleza de entonces. Tenía las piernas muy separadas y un amplio manto, negro también, envolvía su cuerpo con estilo y prestancia. Pero –y esto es lo que más atrajo su atención- ¿dónde estaba situado el modelo? Ni en un jardín, ni en una sala del palacio. Don Pablo posaba en la nada. Estaba rodeado por un color ocre uniforme, con una leve veladura verdosa, Arrojaba una escueta sombra sobre el suelo, eso sí, pero nada indicaba dónde acababa éste y dónde empezaba la pared. Ni parquet, ni losas, ni pared con tapices, ni ventanas. Sólo color. Algo que, sin saber por qué, le había parecido una solución inteligente e innovadora. ¿Por qué un modelo tiene que estar necesariamente en alguna parte? ¿No es, antes que nada, una pintura? Un fondo neutro sin duda potenciará el atractivo del motivo y evitará que la vista se distraiga con detalles innecesarios.

            Y así lo hizo. Por eso el muchacho músico posa en el vacío; en la nada, podríamos decir, en un gesto de claro desprecio hacia Euclides y su espacio tridimensional. En los retablos románicos, las figuras se recortaban sobre un fondo uniforme de pan de oro. Más tarde, Velázquez se atrevió a colocar a su bufón en un espacio sin suelo y sin pared. Manet, su discípulo tardío, retoma la idea y coloca a su músico ante un telón de color único.

            Ambos han inventado el fondo, el color uniforme ante el que miles y miles de figuras han posado desde entonces. Color, sólo color. Y, entre todos los posibles, aquél que ayude al resaltar la imagen del retratado. Que se sienta orgulloso de su retrato y le suba la autoestima…

1 comentario:

  1. Eso de que el fondo sea el vacío me recuerda a la pintura china, donde a veces el fondo es sólo el papel con su propio color. Estas dos figuras que nos presentas tienen tanto protagonismo y son tan vivas que todo lo demás sobra. Saludos,

    ResponderEliminar