sábado, 27 de agosto de 2011

111 / EL LAOCOONTE DEL GRECO



Todos sabemos, sin duda, que el Laocoonte es un grupo escultórico del periodo helenístico, o sea griego tardío, y que, por supuesto, no lo hizo el Greco. Éste, en su viaje desde Creta -su patria natal- hacia España -su patria adoptiva-, hizo una parada en Roma para estudiar el arte italiano y, en la Capilla Sixtina, se echó el farol de decir que, si se raspaban las pinturas del techo de Miguel Ángel, él se comprometía a hacerlo bastante mejor. No tenía abuela el hombre, pero ahí queda la duda…

El Laocoonte fue encontrado exactamente el día 14 de enero de 1506, en un viñedo próximo a San Pietro in Víncoli. Doménikos Theotokópoulos –el Greco- llegó a Roma en 1570, por lo que se supone que debió conocer el grupo escultórico que estaría –tras su limpieza y reconstrucción- expuesto en algún museo o similar. Recordemos la historia:

Laocoonte fue un sacerdote troyano que, por advertir a sus paisanos del peligro de aceptar el famoso caballo, fue sentenciado a muerte por los dioses y, junto a sus dos hijos, castigado a ser devorado por unas hidras marinas. Así se cumpliría el destino de la destrucción de Troya.

Creo que, con un motivo u otro, todos conocemos esta escultura portentosa de estilo realista y depurado, hoy en los Museos Vaticanos, puede que al natural o, al menos, en reproducción. Lo que resulta curioso es que el Greco, cuando se propone pintar un cuadro sobre este tema, pasa totalmente de lo que había visto en Roma y crea su propio motivo. Rediseña las actitudes de Laocoonte y de sus hijos y los tira por el suelo, mientras son atacados por las serpientes. Uno de los dos hijos yace ya muerto, en un escorzo difícil, mientras su padre y su hermano combaten a brazo partido contra el destino en forma de serpiente, sabiendo que la batalla está perdida de antemano.

Pero aún hay más curiosidades: el pintor sitúa la escena, no en una Troya ideal o imaginada, sino ante las mismas puertas de Toledo, cuyas murallas podemos fácilmente adivinar, además de algunas iglesias, el Alcázar y otros conocidos monumentos, ahora turísticos. Y, por ende, nada de un caballo hecho de madera y arrastrado sobre una plataforma con ruedas, sino un caballo real, vivito y coleando que, con trote elegante y coqueto, se dirige hacia la Puerta de Bisagra en el centro mismo del cuadro. Desde luego este hombre, cuando se propone ser original, lo consigue. Se monta su propia escena, la sitúa donde la apetece y pasa olímpicamente de los datos de la historia o de la leyenda. ¿Que no recordáis el Laocoonte original? Pues aquí lo tenéis en la foto de al lado, para poder comparar...

Y ya como remate la pregunta del millón: ¿Quiénes son y qué hacen esas tres figuras desnudas de la derecha? Hacer hacer, desde luego no hacen nada, pues sólo observan con atención la violenta escena. Y en cuanto a quiénes son, tampoco los expertos se ponen de acuerdo. ¿Son Adán y Eva, en un intento por cristianizar el hecho, aludiendo al pecado original, por aquello de la serpiente? ¿Son Paris y Helena, los causantes de la guerra de Troya? ¿Tal vez Apolo y Diana, dioses que participaron activamente en ella? ¿Poseidón, dios del mar y Casandra, la sibila hija del rey troyano, Príamo? Ah, qui lo sà! El amigo Doménikos no soltó prenda sobre ese asunto...

Que cada uno piense lo que quiera, porque aquí lo único cierto es que el Greco se ha propuesto, con esta obra y con estos personajes más concretamente, dejarnos con la mosca en la oreja. Y lo ha conseguido. Cosas del arte. Cosas del Greco…

lunes, 22 de agosto de 2011

110 / LA VERDAD DE HODLER



Ferdinand Hodler es un pintor poco conocido para el gran público. Nació en Suiza y su obra la podemos englobar dentro del que solemos llamar Movimiento Simbolista, que nació y murió a caballo entre finales del siglo XIX y principios del XX. Los simbolistas, un movimiento poco extendido y que se dio sobre todo en Francia, cargaban sus obras de significados ocultos más allá de lo que se ve en el cuadro, basándose sobre todo en la importancia que cobró en ese tiempo el mundo de los sueños y de las pesadillas. Este intento hace que a veces sus obras queden algo grandilocuentes y, en ocasiones, incluso pueriles.

La Verdad II es una típica obra de este periodo y con estas características. Podemos denominarlas obras abiertas, porque es casi imposible llegar a captar por completo sus múltiples significados y nos dejan la sensación de que siempre queda algo que se nos escapa. Entremos.

Un grupo de seis hombres prácticamente desnudos rodean a una mujer situada en el centro del semicírculo. Es difícil saber si los hombres están protegiendo la figura femenina de un presunto ataque exterior o están rechazando su imagen, vueltos de espaldas a ella, como parece que quieren expresar los movimientos de sus brazos. Todo el conjunto está situado en una especie de colina alfombrada con florecillas.

La mujer se presta a menos cavilaciones: totalmente desnuda y de carne blanquinosa, se expone a la mirada de los espectadores y se enfrenta a ella como quien no tiene nada que ocultar. Ni siquiera la zona púbica que, tradicionalmente el arte ha soslayado, por tradición, en el caso del cuerpo femenino. Lleva una cabellera que nos remite lejanamente a la de Medusa, lo que le aporta un tinte vagamente mitológico, mientras abre los brazos con un gesto de transparencia.

Del Modernismo, Hodler toma la estructura del cuadro, un esquema meramente decorativista basado en la total simetría. Basta para comprobarlo trazar una línea imaginaria de arriba a abajo por el centro del cuerpo de la mujer para constatar que a cada elemento de la parte izquierda le corresponde otro igual a la derecha. Sin duda se trata de un esquema infantil, poco arriesgado y cómodo, en el sentido de que no exige grandes calentamientos de cabeza.

En resumen, un tipo de pintura fácil, superficial pero agradable a la vista. Y, como es natural, nos quedamos sin saber si los fulanos que rodean a la mujer están con ella o contra ella. Que cada uno piense lo que quiera, porque el artista no tiene tiempo para explicaciones.

Y este comentarista tampoco...

miércoles, 10 de agosto de 2011

109 / LA MUERTE DE LUCRECIA



En este tiempo en que, curiosamente, está tan de moda la novela histórica, como si fuese el no va más de la originalidad y a modo de cajón de sastre que tanto bodrio está promoviendo, no nos viene mal echar de vez en cuando alguna mirada sobre la íntima relación que, sobre todo en el siglo XIX, han tenido las disciplinas pintura e historia.

Se han dado, sin duda, modas. Ayer se llevaba el costumbrismo y todo el mundo pintaba costumbrismo. Luego vino el cuadro de historia y los Salones se llenaron de cuadros inmensos que revivían nuestros más importantes hechos históricos. Después entraron el Realismo y el Impresionismo y asestaron el golpe de gracia a un género que, al menos en España, produjo tantas y tan excelentes obras. Una de las mejores es, para mí, La muerte de Lucrecia de Eduardo Rosales, que actualmente está en el Prado (Madrid).

La escena narra un hecho acaecido unos cuantos años tras la fundación de Roma. El hijo del último rey, Tarquinio Severo, violó con violencia a Lucrecia, su anfitriona, esposa de Colatino e hija de Lucrecio. Tras el triste hecho, la mujer mandó llamar a su esposo y a su padre, y con ellos acudieron también Valerio y Bruto, acérrimos defensores de un régimen republicano. Ante los ojos de todos, tras pronunciar una ardiente autodefensa, la mujer se clavó un puñal y murió. Entonces los presentes juraron, por la sangre de Lucrecia, acabar con la monarquía corrupta e instaurar la república.

Rosales, pintor truncado pues murió con apenas cuarenta años, tras muchas enfermedades y sufrimientos, sitúa la escena en la intimidad del dormitorio de la mujer. Acaba de clavarse la daga en el pecho y cae inerte en brazos de su padre y su esposo, que no pueden contener una expresión de perplejidad ante cómo se han desarrollado los hechos y cuán rápidamente se pasa de la felicidad a la tragedia. Las tres cabezas forman un triángulo perfecto y las miradas de ambos varones se clavan en el rostro inexpresivo de la mujer que, desde entonces, fue ensalzada como modelo de fidelidad conyugal –ver foto adjunta. A la izquierda, Valerio se echa las manos a la cabeza mientras Bruto, a la derecha, levanta el puñal y jura instaurar la república como la forma de gobierno más justa.

William Shakespeare tiene un larguísimo poema, con nada menos que 264 extensas estrofas, titulado –“The rape of Lucrece”-, en el que narra con detalle todos estos acontecimientos, deteniéndose especialmente en la descripción de los sentimientos de cada uno de los personajes. Quiero suponer que sirvió de inspiración al pintor.

Eduardo Rosales trabajó en esta obra durante cinco años y se ve que le hizo sudar tinta, pues en una carta a un amigo habla de “la señora Lucrecia, que me está haciendo pasar la negra y me está costando un ojo de la cara”. A pesar de todo, nos dejó una insuperable obra de arte por su naturalidad en el dibujo, el realismo de las expresiones y, sobre todo, por ese colorido austero, de pincelada amplia y suelta, que convierte una anécdota más o menos llamativa en una magistral lección de pintura.

Ya dijo un crítico de su época que, después de este cuadro, la pintura española ya no sería lo mismo. Rosales, también para mí, es un pintor increíble. ¡Lástima que la muerte se enamoró de él y se lo llevó tan pronto! Cosas que pasan…

jueves, 4 de agosto de 2011

108 / ¡POBRES CHICAS… LAS ESPIGADORAS!


Millet es el pintor de la vida pura y sin complicaciones del campo. Un pintor rural, diríamos hoy. Seguramente él mismo se crió en algún pueblo o aldea y creció con las costumbres de los campesinos. Al amanecer, con los primeros rayos, hay que estar ya en el tajo. Luego se corta para almorzar, después de nuevo para comer y echar un rato de siesta a la sombra y, como cierre, más trabajo hasta que el sol se pone. Una cena frugal, un ratito de tertulia –lo justo para fumar una pipa- y a la cama, para poder comenzar de nuevo al día siguiente.

Este cuadro, Las espigadoras, llegó a ser un símbolo para muchos artistas de su tiempo, sobre todo para los más jóvenes, tanto por sus planteamientos puristas y transparentes como por su estilo austero y sin concesiones. Una pintura sencilla de técnica, lo que no quiere decir en ningún momento que sea facilona, sino ajustada y adaptada al tema que representa. Cada cuadro de Millet es como un himno cantado en mitad del campo a la vida sin ambiciones, a la naturaleza en su aspecto más cotidiano, a un estilo de vida ensalzado por el poeta Horacio en su poema Beatus ille (Feliz aquél).

No son segadoras, trabajo totalmente vedado en aquel entonces a las mujeres. Son espigadoras, es decir las que, una vez segada la mies, dan un último repaso al campo para recoger las espigas que se han ido cayendo de las gavillas o las que los segadores han ido dejando sin recoger. Es una labor que obliga a doblar el espinazo para poder llegar al suelo. Por eso una de las mujeres, la de la izquierda, se echa la mano a los riñones para, con el contacto, amortiguar la sensación de dolor. Las tres tienen manos recias acostumbradas a trabajar bajo el cielo de sol a sol. Forman parte de la masa anónima que no sale jamás en los periódicos ni tampoco pasará a la historia, al menos con nombre y apellidos. Pero la luz las envuelve, la vida de trabajo al aire libre las mantiene fuertes, se lo pasan bien juntas y no necesitan nada más.

¡Qué distinto este otro cuadro de Van Gogh sobre un tema similar! Las mujeres, inclinadas sobre lo que sea que estén recogiendo, son sólo sombras fantasmales de sí mismas, sin rostro y sin manos, escuetas masas oscuras que se recortan con esfuerzo sobre la línea del horizonte. Allí había ambiente bucólico, aquí sólo hay sufrimiento y esfuerzo desmesurado. Allí el cielo es límpido y transparente y el aire puro; aquí la tormenta se está fraguando por encima de sus cabezas y puede descargar de un momento a otro.

Las dos caras de una misma moneda: Millet es la cara y Van Gogh la cruz. El primero entona un poema de colores y el segundo sufre con cada una de las campesinas. Aquél es canto y alegría y éste es sólo llanto. El yin-yang de la vida, el alfa y la omega, la luz y la sombra... ¡Qué se le va a hacer! Cosas del arte…