jueves, 29 de diciembre de 2011

126 / TEMAS ENCADENADOS


Curiosamente, en el Arte algunos temas han ido saltando a lo largo del tiempo, repitiéndose periódicamente en diferentes épocas y, por consiguiente, bajo distintos puntos de vista. En mi actividad de dilettante, a veces he encontrado algunos que me han llamado la atención. Hoy traigo a este blog el tema de La muerte y la doncella, presentado en tres campos del Arte totalmente distintos.

En el siglo XV, el alemán Hans Baldung Green, muy amante en su obra de la iconografía de la Danza de la Muerte, tan de moda en la Edad Media con motivo de las plagas y, en concreto, de la Peste Negra que asoló Europa, pinta este cuadrito con el susodicho título. En él se ve a la muerte como un esqueleto embalsamado, que coge por la cabellera a una hermosa y rolliza muchacha que llora desconsolada ante su trágica suerte. La muerte señala con la otra mano hacia la tierra, indicando a la doncella cuál será su destino, a la vez que le dice en alemán: Ahí tienes que ir. Estamos ante un memento mori que amplifica su efecto dramático por el hecho de que la víctima elegida es una muchacha que aún no ha comenzado a vivir ni ha podido conocer el amor; de ahí su doncellez.

El contraste se hace evidente en los colores dominantes de ambas figuras: marrón rojizo de tierra para la muerte y blanco nacarado para el cuerpo virgen de la muchacha. Como detalle curioso, ésta luce en su entrepierna uno de los escasos vellos púbicos que el arte clásico nos ha legado, si bien leve e inútilmente solapado por la transparencia del velo. El cuerpo relleno y de rasgos redondeados, que respira salud y sensualidad por todos los poros, hace aún más trágico el destino próximo que espera a la doncella, a pesar de su llanto desconsolado.

Unos siglos más tarde, en 1824, Franz Schubert –en la foto de al lado- escribe el Cuarteto en re menor La muerte y la doncella, a partir del lieder Der Tod un das Mädchen, traduciendo en sonidos bruscos y secos en ocasiones el encuentro entre la inocencia y la muerte, entre lo blanco y lo negro de la vida, entre las caras visible y oculta de la luna.

Por fin, ya en 1994, Roman Polansky lleva La muerte y la doncella al cine, basándose en la obra teatral del argentino Ariel Dorfman, con el tema de fondo de los secuestros y torturas por parte de la junta militar argentina a todos aquellos que no eran afectos al régimen golpista. El mano a mano interpretativo entre Sigourney Weaver y Ben Kingsley da un atractivo innegable a la austera y eficaz puesta en escena de un Polansky que, afortunadamente, ya había abandonado su línea anterior, para mí incoherente, confusa y cansina, demostrándonos que puede ser un realizador sólido y maduro.

Pero no nos engañemos. No se trata de una mera coincidencia de títulos en tres obras. Es más bien el Cancerbero, el guardián con tres cabezas que vigila las puertas del infierno. El Arte no tiene tres caras; sólo tiene una y su belleza nos cautiva por encima de todo.

viernes, 16 de diciembre de 2011

125 / DOBLES PINTURAS


El caso del pintor catalán José María Sert es muy curioso. En 1926 empezó la decoración de las paredes de la Catedral de Vich, tarea que le ocupó tres años. Al poco tiempo, al inicio de la Guerra Civil Española, la Catedral fue incendiada y las pinturas destruidas por completo, salvo unas pequeñas muestras que quedaron como comprobación de su existencia.

Pues bien, apenas acabada la guerra en 1939 y comenzada la restauración del templo, el pintor comienza a plantearse otra serie de pinturas, en un proyecto más ambicioso aún que el primero, que le duró hasta 1945; por suerte, esas sí que podemos verlas todavía hoy. Yo al menos tuve la fortuna de plantarme ante ellas y disfrutarlas hace unos años.

La impresión fue muy fuerte, de esas que te hacen empequeñecerte ante la magnitud de la obra y de la idea; ante la valentía de un pintor capaz de enfrentarse a tantos metros de pared y conseguir llevar a cabo algo coherente sin morir en el intento. Bueno, esto último no puede afirmarse del todo en el caso de Sert, pues murió el mismo año en que acabó sus pinturas, con 71 añitos a la espalda y agotado por el esfuerzo. Al visitar la catedral tuve una sensación parecida a la que, años más tarde, me asaltó cuando entré en la Sixtina y levanté la cabeza para ver el techo de Miguel Ángel y el Juicio Final. No es que yo quiera comparar un artista universal con un pintor considerado regionalista, pero el efecto de grandiosidad que te hace parecer como un enano –el síndrome del David lo llaman ahora- es parecido. Además, la temática es similar: Miguel Ángel da un repaso a la historia humana desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos, centrándose en la etapa anterior a Jesucristo. Sert es más anárquico: toca de pasada el pecado original –imagen de arriba-, la historia de Caín y Abel y salta a la pasión y muerte de Jesús –imagen adjunta-, para luego regodearse en el martirio de los apóstoles y discípulos.

Pero lo más impresionante es el efecto de conjunto. Cada escena está enmarcada por unos inmensos cortinajes rojos simulando terciopelo. Sobre fondos arquitectónicos se mueven infinidad de personajes en actitudes escorzadas y violentas, subiendo y bajando por andamiajes o escaleras, como enjambres u hormigueros. Se diría que los acontecimientos han convocado al mundo entero. Aquí y allá pululan individuos que llevan instrumentos –llaves, bastones, martillos, tablones, escalas...- de tamaño descomunal y que se entregan a su trabajo con ahínco y pasión. Esto les inocula un movimiento que recuerda de nuevo a los jóvenes desnudos –los ignudi- de Miguel Ángel en la Capilla de Roma. Es una auténtica exhibición de las numerosas y variadas posturas que puede adoptar el cuerpo humano gracias a sus articulaciones.

Otro detalle de premio es la técnica pictórica. Los murales fueron realizados sobre tela en París y luego pegados a las paredes de la Catedral. Previamente Sert había dado a las telas una capa homogénea de color dorado sobre el que, como si de una simple aguada se tratase -¡pero qué aguada!-, fue trabajando los motivos con óleo de color sepia muy licuado. Después se divirtió quitando la pintura húmeda con trapos, o con la mano, arañando y añadiendo capas y capas de veladuras hasta conseguir los contrastes de luz y sombra que tanta animación visual dan al conjunto.

Estas pinturas de Vic no son tan famosas como las de la Sixtina, y con razón. Pero merece la pena verlas, al menos una vez, para hacerse una idea de lo que es capaz de hacer un hombre con habilidad y entusiasmo...

lunes, 12 de diciembre de 2011

124 / DE TAL ABUELO TAL NIETO


Domenico Ghirlandaio era un buen pintor y un gran negociante al mismo tiempo, combinación poco usual. Fue muy famoso en Florencia por sus pinturas al fresco, a las que siempre incorporaba a algún personaje de su entorno para inmortalizarlo y así ganarse su favor. También hizo maravillosas pinturas sobre tabla, en las que retrató a la gente importante de su época, por ser el pintor de moda. Una de ellas es este doble retrato familiar con típico paisaje renacentista al fondo. Olivos y cipreses sobre colinas: ¡Esto es la Toscana! Aunque, bien mirado, esa montaña gris del fondo más parece flamenca que otra cosa...

Sasetti, Francesco Sasetti, como quien dice Bond, James Bond. Así se llama el abuelo del cuadro, que ya había encomendado otros encargos al pintor. Ahora quiere que le pinte un retrato que pueda dejar a su familia como recuerdo. Y Ghirlandaio lo representa en un momento de intimidad y de afecto, mientras abraza y es abrazado por su precioso nieto, que viste un atuendo típicamente florentino.

Y, como hay confianza, ni siquiera disimula ese rinofima que el anciano muestra en su nariz. Cualquiera diría que al viejo le gusta empinar el codo y por eso tiene esa “nariz de borracho” gruesa, tuberosa y enrojecida. Pero nada más lejos de la realidad. La deformidad nasal le viene de hace ya muchos años y es consecuencia de una enfermedad llamada rosácea que se manifiesta por una hiperplasia de la piel y de los folículos de la nariz, que acaba por tomar un aspecto nodular. A consecuencia de la hinchazón, los vasos sanguíneos quedan anulados y el organismo debe crear otros nuevos adaptados a la nueva situación. Siempre se creyó que esta enfermedad era consecuencia de la excesiva ingesta de alcohol, tesis que ya se sabe con certeza que es errónea. Es más, Sasetti trasluce en sus rasgos el carácter de un hombre tranquilo, dulce de trato y comedido de costumbres.

Pero, pasada la primera curiosidad por el aspecto nasal, lo que percibimos inmediatamente después es el inmenso torrente de afecto que circula entre abuelo y nieto, encarnado en las miradas de ambos y en la sonrisa, apenas esbozada pero plena de bondad, del anciano. El niño se lanza con frecuencia entre sus brazos, pero él lo percibe cada vez como si fuese la primera, como algo nuevo y maravilloso. El chiquillo –se nota en sus ojos- viene a contarle algún problema o la última contrariedad. Y sabe que siempre encontrará a su abuelo -rinofima incluido- dispuesto a escucharlo y a abrazarlo.

Por su parte, Ghirlandaio siguió cosechando éxitos en Florencia y fuera de ella. Pero su mayor gloria fue, sin duda, que por su taller pasó un joven de mal carácter al que le enseñó la técnica de la pintura al fresco. Y éste la asimiló de una forma extraordinaria.

Dicho joven se llamaba Miguel Ángel Buonarroti y, como quien no quiere la cosa, acabó pintando la Capilla Sixtina de Roma... ¡Casi nada!

jueves, 1 de diciembre de 2011

123 / EL BESO DE LOS AMANTES





Pocas veces un dibujo consigue expresar tanta pasión con unas escasas líneas y algunas manchas. Sobre un papel de color marrón claro, Théodore Géricault, el pintor de la famosa Balsa de la Medusa (entrega 88) que tanta polémica suscitó en su tiempo, ha trazado unas suaves líneas con sanguina –una especie de tiza de color rojizo- difuminándolas en algunas partes con el dedo y dejándolas en otras tal cual. Ya están los volúmenes definidos, los dos cuerpos situados en postura acrobática, los labios de ambos juntos y los brazos rodeándose mutuamente. Pero ¿y la luz?


Entonces el artista coge un tubo de témpera blanca, pone un poco de pasta en un recipiente y la disuelve con agua. Después de pensar un rato, se decide a aplicarla en los sitios que considera apropiados: una pasada sobre el cuello de él, otra sobre el pecho de ella, en la cintura, en el muslo y en la tela que le cubre las piernas. Una pincelada ancha y suave sobre la sábana de la cama y otro tanto sobre la almohada. En el brazo derecho de él y en el izquierdo de ella; y, por fin este toque final sobre la rodilla del hombre, que desciende por la pantorrilla sin llegar al tobillo.

No está mal, pero aún no es suficiente. Vuelve a mojar en la témpera blanca, que esta vez está más pastosa, menos diluida y presenta un blanco fulgurante. Un par de toques en el hombro del hombre y en su brazo; unas pinceladas sueltas sobre el pecho y el hombro izquierdo de ella, respetando la zona de sombra por el efecto de volumen. Luego la cadera y la tela de las piernas, esta vez a pinceladas verticales para simular los pliegues del tejido. Sobre la sábana no, porque debe verse en un segundo plano, pero sí en la almohada; apenas unos trazos que definan las arrugas. Y, como en la pasada anterior, un leve retoque en la pierna del joven.

Las caras ni tocarlas, porque supone tener que insinuar los rasgos y es mejor dejar los dos rostros en penumbra. Así tiene más misterio y mucho más morbo. Tampoco interesa que el pelo de la mujer resalte demasiado, sino que se funda suavemente con el fondo. Para acabar, unos toques de negro carbón bajo los cuerpos, justamente en los pliegues de la sábana que arrastra ya que, aunque sabemos que es blanca, queda perdida en la sombra y apenas insinuada. Ahora sí. ¡Perfecto!


Seguramente sucedió de esta forma o similar. La obra tiene apenas el tamaño de un folio y el papel no es nada especial, un simple papel de envolver. Pero raras veces hemos podido percibir tanta pasión y tamaño arrebato en el arte. Sin escenarios, sin columnas ni salones, ni paisajes de fondo. Sólo una escueta habitación en la que se encuentran los cuerpos ardorosos de los amantes y una sencilla cama en la que se libran las batallas más fogosas.

Al final nadie queda derrotado y ambos salen vencedores. Sudorosos y agotados, pero felices...