Este cuadro fue la carta de presentación del Greco
en Toledo aunque, curiosamente, tardó cuatro años en cobrarlo por completo. No
resultó del agrado de todo el mundo. Porque, vamos a ver –dirían los canónigos- En primer lugar, ¿qué pintan en el primer plano esas tres
mujeres, restando protagonismo a la figura de Jesús, que aparece sólo en un
segundo plano? En segundo lugar, ¿por qué las mujeres miran al sayón que está
barrenando la madera en lugar de mirar a Jesús? Y, por fin, ¿por qué la cabeza
de Jesús se pierde, como una más, entre una turba innumerable de cabezas de los
personajes del tercer plano? ¿No debería aparecer como el elemento protagonista
indiscutible?
Estas y
otras cuestiones, que fueron motivo de conflicto entre el pintor y el Cabildo de la Catedral –aunque
al final, curiosamente, ganó el artista- hacen de esta composición algo único y
totalmente original. Porque las tres mujeres son necesarias donde están, situadas
en un punto de vista hundido, para crear un contrapicado que sirve para
engrandecer la figura de Jesús, auténtico punto central y eje de la muchedumbre. Aunque
miran al sayón de traje amarillo –evitando una postura excesivamente
forzada- nuestra mirada, al seguir la suya, resbala por la espalda de éste y
sube tranquilamente a la cabeza y rostro de Cristo que, en posición áurea, domina y controla
todo el conjunto. Y, por último, la agitación de las cabezas del fondo no tiene
otra misión que servir de contraste a la expresión serena y resignada de Cristo,
que alza sus inmensos ojos al cielo, dando a entender que se encuentra a un
nivel superior.
Las cuatro
figuras más cercanas y las tres del segundo plano se van multiplicando
progresivamente hasta llegar a ser una marabunta de expresiones y gestos de
todo tipo. Ahí, detrás de la cabeza del preso, está el mundo entero en su
inmensa variedad: los hay jóvenes y viejos, con cascos y con la cabeza
desnuda, bigotudos, barbados y lampiños, semidesnudos y con túnica, con sogas y
con picas en las manos. Pero, sin duda, quien está puesto para
llamar nuestra atención de forma especial es ese caballero de la armadura pulida
que nos mira con fijeza y cuya función se reduce únicamente a servir de espejo
al rojo
fulgurante de la túnica de Jesús. Armaduras, celadas y picas de la fábrica de armas
de Toledo, todas de tiempos del Greco y junto al Tajo, para enriquecer y colmar
de furor una escena que sucedió en Jerusalén hacía ya casi veinte siglos.
Es el anacronismo,
la incongruencia temporal voluntaria, ese recurso plástico tan utilizado por Doménicos
para intentar que la sociedad toledana se vea implicada en lo que está pasando
en sus cuadros. Los argumentos de sus obras son de una categoría superior y
participar en ellos no puede por menos que vanagloriar y enorgullecer a los
contemporáneos. Todo esto ya pasó, de acuerdo
–pensaría sin duda la gente-, pero se sigue
repitiendo a diario en un rito llamado la Santa Misa , reconstrucción codificada de los
misterios de la Semana Santa.
Y, en el centro, la figura recia y hermosa de Jesús –cuello poderoso y manos
delicadas-, ajena a los sucesos de su entorno, haciendo de eje de simetría y de punto fuerte
gracias a esa túnica inconsútil de un rojo fascinante.
Rojo de pasión y
de amor. Rojo de sangre que va a ser vertida. Rojo como el color del cielo del
día siguiente, cuando el velo -también rojo- del templo se desgarró porque
Jesús acababa de lanzar al aire su último suspiro... Eli. Eli, lama sabactani?
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