Ahí los
tenemos, sentados cómodamente en el living
de su casa. Son el Sr. y la
Sra. Smith y han
tenido el gusto de que los retrate la pintora actualmente de moda en las islas,
una tal Deborah
Poynton que pone, como única condición, que han de posar desnudos.
Por ellos no hay ningún problema; son jóvenes y aún no tienen que ocultarse de
las miradas indiscretas, pues sus cuerpos siguen lozanos y atractivos.
Ambos se
sitúan sobre un canapé cubierto con colchas, en postura desenfadada y natural.
Al fondo se ve una cortina de terciopelo verde, una especie de mesilla y un
cuadro con un paisaje romántico. Todo muy siglo XIX, pero en el XX. Y al mismo
tiempo, todo muy corpóreo, muy táctil. La señora Smith luce un desnudo hermoso, su piel es tersa y
blanquinosa, pues refleja en su blancor los días de niebla y lluvia tan propios
de la capital londinense. Tiene un cuerpo, no diría regordete, pero sí compacto
y proporcionado, así como su pecho y las caderas. No es una belleza
deslumbrante, pero su rostro transmite un toque de nobleza y su mirada abierta
nos desafía.
El señor Smith
es algo más delgado y larguirucho. Suele ir con pantalones cortos, como se
deduce –elemental, querido Watson- del tono moreno que se gasta de mitad de
muslo para abajo. Entre las piernas luce una evidente erección, indisimulable
por otra parte; uno no es de piedra y el cuerpo de su esposa es una permanente
fuente de sensaciones, de tentaciones y -salta a la vista- de erecciones. Todo,
insisto, muy tangible. La carne se puede tocar, rozar y acariciar y los
pliegues de la ropa de la cama medio deshecha nos hablan a gritos de batallas
carnales habidas no ha mucho, entre dos luces. Pero este hombre parece
insaciable y estar siempre a punto.
Pero hoy es
distinto. Hoy han venido de visita, desde su pequeña granja de las
afueras, los padres de él –o tal vez sean los de ella- que quieren pasar unos
días en el moderno cottage,
aprovechando el buen tiempo y buscando un poco de acción. El doble retrato de
sus hijos les ha encantado, por lo natural y por la modernidad de las poses. Y entonces, el padre plantea:
- ¿Por qué no nos
hacemos otro retrato todos juntos? Podría resultar divertido...
A todos les
parece una idea maravillosa. Pero, al mismo tiempo, todos conocen la
condición básica: nada de ropa. Llaman a la pintora, que con
gusto se desplaza hasta las afueras de la ciudad. No le fue mal la otra vez y
cree que la obra que resultó tiene su gracia. Esta vez se trata de un retrato
cuádruple. Y entonces, tras unos días de intenso trabajo, se une a las figuras
de la pareja joven el cuerpo de piel tostada por el sol del padre, acostumbrado
como está al trabajo físico en la granja. Puesto a la izquierda, cerrando la
composición, no queda mal. La madre la colocaremos a la derecha, creando así un
esquema prácticamente simétrico, con la fórmula hombre-hombre-mujer-mujer y con
el esquema viejo-joven-joven-vieja.
Jóvenes y mayores unidos por una misma desnudez. Sin falsas vergüenzas, sin
tabúes, con naturalidad. Y, sobre todo, que todo resulte muy palpable.
Pero este señor
Smith, el joven, sigue con su altivez palpable entre las piernas. Es un
auténtico fenómeno. O tal vez padece de priapismo. No sé qué pensar... ¡Estos
ingleses son increíbles...!
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