Los libros de arte, por lo general bastante propensos a los
tópicos y a los lugares comunes –salvo valiosas excepciones que aportan datos
verdaderamente interesantes- nos han acostumbrado a ver el arte egipcio como
una expresión rígida y codificada hasta extremos insospechables. Que si las
piernas vistas de perfil, que si el torso visto de frente, pero con los brazos
vistos de nuevo de perfil y con las manos en posición de danza egipcia –nunca
mejor dicho. Pero esta visión del Arte del antiguo Egipto –hecho para grandeza
del faraón o con motivos exclusivamente religiosos- deja paso, en la época
tardía, a obras tan personales como este retrato en busto de Nefertiti,
cuya veracidad y naturalismo no puede por menos que sorprendernos.

Ni su oreja
derecha rota, ni su ojo izquierdo en blanco –sin pupila, con aspecto de
tuerto-, ni el ureus
–sombrero ritual para las grandes ceremonias- partido consiguen empañar lo más
mínimo la sensación de belleza que irradia de ese rostro perfecto y de ese
cuello de cisne. Seguramente los aficionados a la antropología se remitirían
inmediatamente a las mujeres-jirafa de Extremo Oriente, pero los dilettantes del arte pensamos
automáticamente en las Vírgenes y en los ángeles del Manierismo –léase Parmigianino- de cuellos esbeltos y miembros
sometidos a una estilización consciente y elegantísima. Y, sin duda, esos ojos
almendrados, resaltados sus contornos con líneas de kohol, ven más allá de lo que
vemos los demás.

Parece que Akenatón,
al final de su reinado de dieciséis años, la repudió y la hizo sustituir por
otra. De
ser así, ¿este hombre estaba ciego o es que era tonto? ¿Dónde iba a encontrar una mujer con una belleza exterior
–y también interior, que se refleja a través de la mirada- como la de su esposa
Nefertiti? ¡Es como el que vendió el
Mercedes para comprarse un Seiscientos! ¡Hay cada tarugo por ahí...!
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