Los libros de arte, por lo general bastante propensos a los
tópicos y a los lugares comunes –salvo valiosas excepciones que aportan datos
verdaderamente interesantes- nos han acostumbrado a ver el arte egipcio como
una expresión rígida y codificada hasta extremos insospechables. Que si las
piernas vistas de perfil, que si el torso visto de frente, pero con los brazos
vistos de nuevo de perfil y con las manos en posición de danza egipcia –nunca
mejor dicho. Pero esta visión del Arte del antiguo Egipto –hecho para grandeza
del faraón o con motivos exclusivamente religiosos- deja paso, en la época
tardía, a obras tan personales como este retrato en busto de Nefertiti,
cuya veracidad y naturalismo no puede por menos que sorprendernos.
Vivió y
reinó en el siglo XIV antes de Cristo y fue esposa de Akenatón, el faraón que impuso el
culto del dios-sol
Atón. En efecto, el rostro de esta mujer –por otra parte ferviente
adoradora del dios y puede que hasta sacerdotisa, caso extrañísimo- refleja en
la perfección de sus rasgos, en su tez tostada y en la proporción de las
distintas partes de su rostro, la belleza del astro
rey. Unas amplias cejas –siempre, por supuesto, pintadas previa
depilación- enmarcan por arriba una faz que por abajo se cierra con unos labios
únicos y una barbilla elegante, femenina y perfectamente encajada en el
conjunto.
Ni su oreja
derecha rota, ni su ojo izquierdo en blanco –sin pupila, con aspecto de
tuerto-, ni el ureus
–sombrero ritual para las grandes ceremonias- partido consiguen empañar lo más
mínimo la sensación de belleza que irradia de ese rostro perfecto y de ese
cuello de cisne. Seguramente los aficionados a la antropología se remitirían
inmediatamente a las mujeres-jirafa de Extremo Oriente, pero los dilettantes del arte pensamos
automáticamente en las Vírgenes y en los ángeles del Manierismo –léase Parmigianino- de cuellos esbeltos y miembros
sometidos a una estilización consciente y elegantísima. Y, sin duda, esos ojos
almendrados, resaltados sus contornos con líneas de kohol, ven más allá de lo que
vemos los demás.
Así la
talló Tutmés,
el escultor que fue retratista oficial de Akenatón. Y así apareció en su taller, con su
medio metro de altura y su decoración intacta, poco antes de la primera Guerra
Mundial. Se había creado un estilo, el estilo Tell-el-Amarna, que buscaba la estilización
y la belleza pura. En el mismo taller fueron encontrados otros retratos de la
bella, algunos inacabados, como el de al lado, que no hicieron más que
confirmar su hermosura inimitable.
Parece que Akenatón,
al final de su reinado de dieciséis años, la repudió y la hizo sustituir por
otra. De
ser así, ¿este hombre estaba ciego o es que era tonto? ¿Dónde iba a encontrar una mujer con una belleza exterior
–y también interior, que se refleja a través de la mirada- como la de su esposa
Nefertiti? ¡Es como el que vendió el
Mercedes para comprarse un Seiscientos! ¡Hay cada tarugo por ahí...!
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