domingo, 28 de junio de 2009

arte de bolsillo

AUTORRETRATO DE PIEL VUELTA

 

 

            En la pared que hace de cabecera en la Capilla Sixtina, Miguel Ángel representó una impresionante escena –El Juicio Final-, en la que una muchedumbre de personajes rodean a Jesucristo, que aparece en actitud amenazante. Los más próximos a Él son los santos y en la parte inferior se encuentran los condenados; los personajes más próximos a Jesús son aquéllos que estuvieron en contacto directo con Él, es decir, los apóstoles. A los pies de Jesús, y a su izquierda -nuestra derecha-, hay una figura corpulenta y con barba que no es otro que San Bartolomé, apóstol que murió literalmente despellejado o, por decirlo de otra forma, mondado como una fruta. En la mano derecha lleva un cuchillo –instrumento y símbolo de su martirio- y en la izquierda una extraña forma arrugada que no es otra cosa que su misma piel.

La cosa no tendría mayor interés si no es por hecho de que el rostro que el pintor ha puesto a esta piel (acercar con el zoom) no es otra que su autorretrato, uno de los pocos que Miguel Ángel dejó para la posteridad. En medio de esa cara adusta y de ademán serio, podemos percibir una nariz ancha, aplanada y bastante torcida. Este hecho fue consecuencia de una pelea que el pintor sostuvo en su juventud, cuando aún era aprendiz en el taller florentino de Andrea Verrocchio, con un condiscípulo llamado Pietro Torrigiano. Este propinó tal puñetazo a nuestro artista en el rostro que le partió la nariz, dejándolo touché para toda la vida. El mismo M. A. -adulto ya y famoso- en un texto de evocación de aquel incidente juvenil, apunta cómo, simultáneamente al impacto, "oyó el crujido del hueso al romperse".

Más tarde, este tal Torrigiano se vino a trabajar a España y aquí alcanzó una merecida fama, no como boxeador, sino como escultor oficial de la Corte, dejando una gran cantidad de excelentes obras en nuestro suelo. Por otra parte, Miguel Ángel parece que, además de un gesto adusto, tenía un carácter impulsivo y bastante insufrible, lo que propició que, aunque su estilo -el Manierismo- ejerció una gran influencia en los años siguientes, no tuviese discípulos que pudiesen convivir con él y aprender de su mano los secretos artísticos. Con él seguramente nació el mito del artista independiente y solitario –que luego el Romanticismo haría además pobre e incomprendido- que podía permitirse el rechazar un encargo, viniese de quien viviese, porque tenía una autoestima y una conciencia de su valía a prueba de bombas.

 

 


sábado, 20 de junio de 2009

arte de bolsillo

EL ESPEJO REBELDE DE MAGRITTE

 

 

            Supongamos que un cliente –el señor Edward James- encarga a nuestro pintor un retrato para colocar en el centro de una pared de su salón y así poder lucirse ante sus invitados. Y René Magritte (1898-1967), tras varias horas de pose del modelo ante un espejo –no es el belga un pintor rápido en el trabajo-, muestra el resultado al cliente y éste descubre estupefacto que al artista se le ha olvidado dar la vuelta a la imagen del cristal.

            Pero esto no deja de ser una fantasía más o menos humorística. La realidad es que Magritte, artista englobado en el movimiento surrealista, nos plantea en cada uno de sus cuadros una contradicción o una paradoja que nos obliga e reflexionar continuamente sobre la relación entre los objetos y su imagen.

            Es curioso, sin duda, este cuadro –también llamado Prohibida la reproducción (1937, Museum Boymans -van Beuningen, Rotterdam)- porque nos presenta un hecho verdaderamente inaudito: el espejo, un simple y frágil cristal con una fina capa de azogue por su parte posterior, se niega a ejercer la función para la que ha sido fabricado, declarándose en rebeldía y negándose a devolver al que se mira su imagen reflejada, a la que tiene derecho. Algo similar –en otro contexto- sucede en la película 2001: Una Odisea del Espacio (Stanley Kubrick, 1965), cuando el ordenador HAL 900 se rebela contra su misma naturaleza de máquina e intenta convertirse en ser pensante.

            Concluyendo: el retrato del señor James nos informa de que es un hombre metódico y ordenado –también lo era Magritte-, muy preocupado por mantener siempre un aspecto pulcro; sabemos que le gusta la literatura de Edgar Alan Poe, tal como indica el libro que hay sobre la repisa, pero nos oculta lo que más nos importa, que es el rostro del retratado. Las paradojas del arte –y el arte de Magritte se mueve en una permanente paradoja-, unas veces nos sorprenden y otras –como ahora- nos desconciertan. Edward James se queda así sin un retrato del que poder presumir y nosotros sin saber si era guapo o repulsivo.


lunes, 15 de junio de 2009

arte de bolsillo

EL CABALLERO EN LAS NUBES

 

            El arte está lleno de sorpresas que se nos desvelan a poco que nos fijemos con un poco de atención. Nos referimos con preferencia al arte clásico, que normalmente sigue un programa y se adapta a unos códigos de representación fijados con claridad. Observemos, por ejemplo, esta versión de Mantegna (1431-1506), una de las varias que pintó sobre el martirio de San Sebastián.

            El santo, que fue centurión del ejército romano, aparece amarrado a una columna, adosada a su vez a las ruinas de un arco tardorromano, rodeado de relieves y esculturas antiguas, igualmente en estado ruinoso. Su cuerpo está atravesado por multitud de flechas lanzadas por los mismos soldados de su centuria, que fueron obligados a asaetear a su líder por negarse éste a renunciar a la religión cristiana, entonces en ciernes. De todas las flechas, hay dos que se supone que son mortales de necesidad, porque han ido a clavarse directamente en la cabeza.  

            Pero lo curioso de esta imagen no es el cuerpo semidesnudo del santo –tomado desde hace mucho como prototipo y patrón por el lobby homosexual-, ni el paisaje típicamente italiano en que se sitúa la escena, ni la expresión de dolor resignado del personaje, sino esa pequeña figura que aparece en el ángulo superior izquierdo. Entre los copos de algodón se mimetiza la silueta de san Sebastián montado a caballo, como un paladín de la fe cristiana cabalgando hacia las praderas del cielo. Muchos visitantes habrán contemplado, sin duda, este cuadro en el Museo de Arte de Viena, pero ¿serán también muchos los que han percibido y disfrutado con este pequeño detalle?

            El  arte, si es auténtico, siempre esconde algo nuevo con lo que sorprendernos. Roland Barthes lo llamaba el punctum, aquello que hace que una imagen sea única e irrepetible.