viernes, 24 de febrero de 2012

134 / ¡AL RICO TRAMPANTOJO!




Nuestro ojo es de lo más tonto y también de lo más fácil de engañar. Véase, si no, el cine, en el que percibimos como figuras en movimiento lo que no es más que una simple sucesión de fotos fijas llamadas fotogramas. ¿Y en qué se basa ese fenómeno llamado imagen en movimiento? Pues esencialmente en el funcionamiento lento de nuestra visión que, de esta forma, va ligando unas imágenes con otras hasta conseguir que percibamos la sensación dinámica. Retentiva retiniana llaman a esta cualidad, que más bien es un hándicap.

Leonardo ya lo tuvo bien claro y lo dijo innumerables veces, aunque entonces pocos tenían capacidad para entenderlo: “Todo dibujo –o pintura, claro- es engaño”. No queremos decir que tengamos en él un antecedente literal de los estudios Disney o Pixar, pero sí que estudió, analizó e intentó reproducir el movimiento, poniendo en ello todo su empeño. Evidentemente fracasó porque le faltó la fuerza motriz, o sea, el combustible.

El Arte durante siglos ha perseguido imitar a la naturaleza, buscando el parecido con lo real, con mayor o menor fortuna. Y en épocas concretas –pongamos el Barroco, por ejemplo- se ha propuesto, muchas veces como un simple juego, engañar al ojo humano, llevándolo al equívoco. En el siglo XVII este intento llegó a constituir un auténtico género artístico, que se llamó trampantojo, en el que hubo auténticos expertos. Sin embargo, la cosa viene de mucho antes.

De la antigüedad griega nos ha llegado la leyenda de que dos pintores insignes, Zeuxis y Parrasio, hicieron una apuesta para ver quién pintaba con más realismo. Zeuxis pintó un racimo de uva tan real que los pájaros se tiraban contra el cuadro para picotearlo. Después, Parrasio llevó a su contrincante ante una cortina que éste, impaciente, se lanzó a correr para ver la obra que ocultaba. Y resultó que era la misma cortina la que estaba pintada en la pared. Desde entonces corría la voz: Zeuxis engañó a los pájaros, pero Parrasio engañó a Zeuxis. Ambos hicieron trampantojos que, lamentablemente, no han llegado a nosotros.

Vicente Victoria, pintor del XVII y virtuoso en el tema, pintó una serie de armas de fuego colgadas de clavos en una pared y nos da claramente la sensación de que los objetos son reales y que es posible descolgarlos y manipularlos un rato para dejarlos de nuevo en su sitio. Este es el cuadro de apertura. Y además, quedó tan contento con el resultado que no tuvo problemas en firmarlo nada menos que con el nombre de Diego Velázquez, un desconocido como quien dice. Durante unos años coló, pero hoy día es imposible engañar a unos expertos que cuentan con tantos medios técnicos para autentificar la autoría de una obra. ¡Te han pillado, amigo Vicente, como a un vulgar fullero!

Más vistoso resulta el cuadro de al lado, del catalán Pere Borrell del Caso, del siglo XIX, que tiene el curioso e irónico título de Huyendo de la crítica. El niño intenta escapar del cuadro, cuyo marco está también pintado dentro del mismo, siendo a la vez cuadro y marco. Huye con agitación, desenfrenadamente, pero sabe que nos está engañando a los espectadores que vemos efectos tridimensionales donde hay sólo y exclusivamente bidimensionalidad. Por lo menos resulta llamativo, sin duda, y un ejemplo claro de lo que se ha dado en llamar el cuadro dentro del cuadro.

La palabra trampantojo es la traducción literal del francés trompe l’oeil. Se consigue cuando el pintor tiene intención firme de engañar y la habilidad necesaria para hacerlo. Y este engaño se dará siempre que los espectadores estemos dispuestos a ser engañados. Como ahora…

domingo, 19 de febrero de 2012

133 / ESOS CUERPOS JUGUETONES…


No creo exagerar si afirmo que, a lo largo de la historia del arte, el desnudo femenino ha sido el motivo, el tema por antonomasia y no un tema más. Tal vez por el detalle de que la inmensa totalidad de los artistas han sido hombres a lo largo de los siglos, los pintores se han acercado al cuerpo desnudo de la mujer con la mayor curiosidad reverencial, como quien se acerca a un altar o a un retablo, con respeto y con veneración. La importancia del desnudo, sin duda heredada de las fuentes de nuestra cultura, Grecia y Roma, se ha ido manteniendo a través del tiempo contra viento y marea. Veamos, si no, a Picasso, ya nonagenario y poco sospechoso de academicismo, que se pasó sus últimos años pintando la serie El pintor y la modelo –desnuda, claro- como única ocupación.

Otro artista tan poco proclive al academicismo como Picasso es el francés Gustave Courbet, cuyas obras fueron con frecuencia causa y motivo de escándalo en su tiempo (ver entrega 36). A veces, éste llega a olvidarse de los axiomas del Realismo y del Naturalismo–la representación de los aspectos más sórdidos del entorno circundante- y se entrega al puro disfrute del desnudo femenino, aplicado a ocupaciones tan poco reivindicativas como jugar con una mascota.

Tanto la mujer que juguetea con el perrillo de lanas y se dispone a darle un beso como la que tontea con el loro son poseedoras -seguramente sin ser conscientes de ello-, de unos cuerpos espléndidos, rellenos aunque proporcionados, totalmente alejados del canon anoréxico que inunda hoy nuestras pasarelas y revistas. Los pechos enhiestos, tersos y puntiagudos, las caderas anchas y las piernas recias responden a un modelo de belleza femenina que ha regido en la práctica, artística y socialmente, hasta la llegada de las femmes fatales de principios del siglo XX. No hablo de los cuerpos celulíticos de Pedro Pablo Rubens ni de los de caderas tremendas –casi tipo Venus primitiva- de algunos Rembrandt, que fueron cayendo en el olvido del tiempo, sino de mujeres con su punto de carne y su punto de grasa y muy alejadas de los esquemas cadavéricos de Gustav Klimt (ver entrega 114) o de Egon Schiele y de los ideales simbolistas en general.

Las dos hermosas mujeres juegan embebidas con sus mascotas, totalmente ajenas a la evolución de las modas pasajeras y a los cánones corporales deletéreos. Ellas llevan y llevarán -de forma natural y por muchos años aún-, el tesoro de la belleza de sus cuerpos que, por mor del arte de Courbet, no se ajarán nunca, manteniéndose eternamente jóvenes. Morirá el perro de lanas y sin duda lo hará también el loro de exótico colorido, pero la imagen de los cuerpos lozanos de estas muchachas quedará clavado en nuestra retina colectiva como el prototipo de la belleza y el motivo principal del Arte con mayúsculas.

El hombre ha sido desde siempre –bien que mal- el centro del mundo pero, en el centro mismo del hombre, respira y alienta el cuerpo de la mujer... Ya lo dijo Neruda:

“Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,

te pareces al mundo en tu actitud de entrega...”

Como todos sabéis, hablamos de 20 canciones de amor y una canción desesperada. Merece la pena releerlo de vez en cuando, a pesar de su hálito juvenil e inexperto en poesía. Yo lo hago…

lunes, 13 de febrero de 2012

132 / LA REINA HACE TESTAMENTO


Este es uno de los cuadros que, al menos cuando yo era pequeño, aparecía en todos los libros de historia y en las enciclopedias. Salía, claro, como salía, en unas condiciones gráficas lamentables, mal dibujado y mal reproducido. Sólo ahora, cuando ya de mayor he podido verlo al natural, me he dado cuenta de que es un cuadrazo impresionante y que está pintado con una libertad y una maestría que pocas veces se han dado en la pintura española.

Lo pintó Eduardo Rosales, se llama oficialmente Doña Isabel la Católica dictando su testamento y está en el Museo del Prado. Merece la pena visitar nuestra mejor pinacoteca después de su última remodelación a cargo del arquitecto Rafael Moneo. En cuanto al continente, ahora me parece un museo competitivo a nivel mundial; en cuanto al contenido, creo que siempre hemos estado en el nivel más alto de calidad. No exagero.

Este cuadro trajo de cabeza a su autor, que lo pintó estando en Roma. Las malas lenguas comentan que para modelo de la reina copió el cadáver de una mujer joven, traído de un hospital romano. Lo cierto es que Doña Isabel aparece joven en demasía, según los datos históricos, pues a su muerte ya había cumplido 53 años de los de entonces.

El rey Don Fernando es la figura que más trabajo y preocupaciones causó al pintor, que buscaba por encima de todo reflejar en su rostro la pesadumbre por la muerte de su esposa y la preocupación por el futuro de un estado recién nacido como tal. A su lado está Doña Juana, que luego sería la Loca, como futura heredera del trono. Rosales le ha puesto rostro de compungida, pero en realidad se la ha inventado, pues no pudo presenciar el tránsito de su madre por encontrarse por entonces fuera de España.

A la derecha encontramos al Cardenal Cisneros, consejero real, cubierto con un gorro y recortada su silueta –esta vez sí es realmente su retrato- contra la cortina crema a los pies del lecho mortuorio. Hay otros personajes de la nobleza, gente próxima a los reyes; está el escribano sentado, tomando nota puntualmente de las últimas voluntades de la reina y está ese hermoso doncel, ricamente ataviado con un abrigo de brocado lujoso y distinguido. Curiosamente, hacia él se nos iría la vista de no ser por la figura tan fuertemente iluminada de Isabel, que se convierte –por la luz, no por otra cosa- en el principal centro de atención de la escena. La gran alfombra del suelo, las telas decoradas de las paredes, los cortinajes y el juego de claroscuro en general son una magnífica lección de buena pintura, de dibujo ajustado y de perfecta combinación de luces y sombras.

Como curiosidad final, el cineasta Juan de Orduña recreó –de forma bastante sui generis- este cuadro en su película Locura de amor (1948). Lamentablemente, en esta imagen todo huele a falso y a cartón piedra: los personajes, los trajes y los decorados. ¡No hay color!

Sin dudarlo ni un instante me quedo con el cuadro de Rosales. ¡Lástima que murió, víctima de la tuberculosis, con sólo 37 años! ¿Por qué -me pregunto- siempre se tienen que morir los mejores? Cosas de la vida, claro. O mejor, cosas de la muerte…

martes, 7 de febrero de 2012

131 / SALOMÉ: ESTA MUJER ME MATA…



Salomé fue un personaje paradigmático en los periodos del Simbolismo y el Modernismo, tanto entre los escritores como entre los artistas. Al ponerse de moda el mito de la mujer fatal la femme fatale, la dominatrix- que disfrutaba torturando al sexo opuesto, en resumen, la devoradora de hombres, este personaje tomó en el Arte un puesto en primera fila por derecho propio.

El argumento procede del evangelio de San Mateo, capítulo 14, y cuenta que Salomé, hija de Herodías -amante a su vez de Herodes Agripa-, tras un banquete bien regado de alcohol bailó ligerita de ropa de forma tan apasionada que el monarca, movido por el vino y el deseo, le aseguró que le daría lo que pidiese. La chica –una perversa “lolita” en toda regla-, aconsejada por su madre, quiso como única recompensa la cabeza de Juan Bautista cortada y puesta en una bandeja. Este argumento fue inspiración para importantes obras teatrales, como la de Oscar Wilde, novelas como la de Flaubert, poemas sinfónicos como el de Richard Strauss, paroxísticas películas como la de Carmelo Bene y, por supuesto, de gran cantidad de cuadros y esculturas.

Gustave Moreau, solterón empedernido que vivió en dependencia afectiva de su madre hasta muy mayor, sintió una atracción especial por el morbo de esta historia y la pintó varias veces. En el cuadro de arriba, La aparición, del Museo Gustave Moreau de París, vemos a la bailarina casi desnuda que con su mano conjura, mientras baila, la aparición de la cabeza cortada del Bautista. Moreau, además de misógino, era un gran amante de lo esotérico y también de lo exótico, como se puede ver en la arquitectura deslumbrante y en los atuendos de los personajes. Salomé lleva los tobillos y los brazos llenos de collares y ajorcas, siguiendo la moda de las prostitutas de ese tiempo. Tras ella está el rey y Herodías, madre de la muchacha, ataviados al estilo fenicio, mientras un extraño ídolo hindú preside la escena en el retablo del fondo. Todo el cuadro produce el efecto de una visión provocada por el consumo de opio. Y, para terminar de arreglarlo, el escritor Huysmans se refiere a esta obra como impulsora de “oscuras oraciones y de insidiosas llamadas al sacrilegio y al estupro, a la tortura y al asesinato”. Casi nada...

Muy distinta es la versión que nos ofrece en el dibujo de al lado Edvard Munch. Éste, poco amante de los exotismos y de las historias bíblicas o mitológicas, nos presenta en esta litografía una Salomé de su tiempo –por supuesto con el rostro de femme fatale- satisfecha de sí misma que, enredada en su larga cabellera, luce como un trofeo la cabeza del hombre. Desechada la anécdota de que esa cabeza pertenezca a Juan Bautista, representa la cabeza de todo un género, el hombre –con mirada medrosa y expresión apagada, como falto de fuerzas, vampirizado- para el que el género femenino es sólo un motivo de tortura y de humillación. El pintor sentía hacia la mujer atracción, rechazo y miedo por igual, debido a la muerte prematura de su madre y de su hermana, hechos fatídicos que lo marcaron para siempre. Por eso se representa a sí mismo –mejor su propia cabeza cortada- como víctima irremisible de una sonrisa diabólica y de una cabellera –las de Salomé- que era para él un elemento erótico y fetichista de primer orden.

Ambos artistas, Moreau y Munch, cada uno desde su propio estilo, veían a la mujer como castradora y vampirizadora de las fuerzas del hombre y de su inspiración. Y así les fue. Sólo la medicina del Arte les salvó del desastre…