jueves, 28 de junio de 2012

148 / MUJERES EN EL BAÑO



Las dos imágenes de esta entrega nos pueden servir para percibir de forma palpable la evolución del arte de la pintura a través del tiempo. Para ello hemos elegido dos cuadros con un tema muy similar, que nos van a permitir analizar claramente las diferencias entre ambas obras, tanto en el tratamiento de la figura como del ambiente y entorno, sin olvidar la técnica utilizada en cada caso. Cada artista es, por ello, hijo de su tiempo.

            El primer cuadro es Mujer bañándose, de Rembrandt, pintado en 1654 y actualmente en la National Gallery de Londres. Parece que, dada la costumbre de entonces de camuflar el desnudo –o semidesnudo- femenino bajo el argumento de alguna historia bíblica o mitológica, la mujer puede ser una representación de Betsabé, la esposa de Urías, que encandiló al rey David mientras se bañaba y le hizo caer en la degradación moral, al menos temporalmente. Así lo cuenta en la Biblia el Libro I de los Reyes. En realidad, la espléndida modelo no es otra que Hendrickje, la esposa del pintor, manifestada en toda su humanidad, sin ambages y con toda la hermosura que la adorna. Su actitud muestra una cierta impudicia y al mismo tiempo una ingenua despreocupación. Por aquel entonces, la esposa de Rembrandt se vio envuelta en un proceso judicial, acusada de vivir en concubinato con el artista. El pintor la representa en esta obra entrando en el agua, feliz, desprejuiciada y totalmente ajena a los infundios que se dicen de ella…

            Por otra parte, la figura aparece en un ambiente sombrío, conseguido a base de veladuras sucesivas de betún de Judea, y apenas vislumbramos a la izquierda el gran paño que la aguarda para después del chapuzón. Rembrandt muestra su maestría y su dominio de la luz en las pinceladas anchas y sueltas que estructuran la camisa blanca de la mujer, de piernas y muslos abundosos y rollizos. Ella es el centro geométrico y lumínico y nos resulta difícil apartar la vista de su carne luminosa.
 
            Muy distinto es el siguiente cuadro, titulado El baño, pintado por el francés Henry Manguin, que se puede ver en el Museo de Bellas Artes de Nancy. La pose es similar, no diremos igual. La mujer, como en la obra anterior, se remanga la enagua o camisa antes de adentrarse en el agua, pero algo sustancial ha cambiado. Estamos en el postimpresionismo y el arte ha descubierto dos cosas importantes: el color y el paisaje. Sigue habiendo luces y sombras, pero únicamente sirven para provocar contrastes. La mujer es sólo un elemento más en el paisaje. Las paleras, las piteras y los macizos de flores tienen su protagonismo propio en menoscabo del de la figura. El agua está rutilante de reflejos y el de la mujer es sólo uno más entre tantos.         

            Rembrandt habría puesto al paisaje un traje de sombra y la luz de la luna habría vestido de luz, no de color, el cuerpo –también espléndido- de esta mujer. Pero el sol del mediodía se refleja en su camisa y la aplana.

            En el primer cuadro reina la luz y la sombra; en el segundo reina el color. La bañista de Rembrandt, cargada de realidad, está simplemente viviendo y su cuerpo palpita. Esta mujer anónima, aunque cargada de color y de luminosidad, sólo está posando. ¿Para quién? O lala! That’s the question…!

jueves, 21 de junio de 2012

147 / EL BELLO SAN SEBASTIÁN


San Sebastián era un joven romano que, en tiempos del emperador Diocleciano -siglo III d. C.- pronto fue tocado por la nueva fe revolucionaria –el cristianismo- que estaba surgiendo en el Imperio. Hizo la carrera militar y llegó a ostentar un cargo, de centurión o similar, teniendo por ello soldados bajo su mando. Aprovechando esta ventaja, puso todo su empeño en propagar las nuevas creencias entre sus subordinados y llegó a convertir a muchos. Hasta que el emperador se mosqueó y mandó que fuera asaeteado por sus mismos soldados. 

            Así lo pintó el valenciano José de Ribera en el cuadro de arriba: joven –con toda una vida por delante-, hermoso –no en vano le han llamado el Apolo cristiano-, con el torso desnudo y con dos flechas clavadas en los costados. El vello incipiente en barbilla y pecho resalta aún más su aspecto varonil y su atractivo. Esta iconografía, que en otra época pudo parecer excesiva, y la expresión de éxtasis del personaje han propiciado que, en la actualidad, sea un icono indiscutible y un símbolo claro para el lobby homosexual. Un cuerpo deseable expuesto a la contemplación por medio del Arte y sus códigos ha conseguido este extraño fenómeno.

            Pero San Sebastián no murió asaeteado ni, por supuesto, acaba aquí la película.

            Una devota viuda romana llamada Ireneluego Santa Irene, nombre que significa paz- se llevó el cuerpo -casi cadáver ya- a su casa, fue arrancándole las flechas una a una y curándole las heridas con esmero hasta la completa recuperación del Santo. Este es el momento elegido por Georges de la Tour, el pintor de la luz, para el motivo del segundo cuadro que adjuntamos. Sebastián yace en el suelo, en estado comatoso, mientras la viuda y tres amigas más se aprestan a iniciar los cuidados que harán posible su rehabilitación. Irene lleva en su mano derecha una antorcha que ilumina la escena, creando unos contrastes fascinantes de luz y de sombra.

            Esta es la marca de la casa de de la Tour en los escasos cuadros de su época de madurez: un único foco de luz crea zonas intensamente iluminadas, yuxtapuestas a otras revestidas de la más profunda oscuridad. Con este juego alternante de sombras y luces va modelando los miembros de las figuras, manos y rostros sobre todo, así como los volúmenes y los pliegues de los vestidos, normalmente de colores limpios e intensos. Véase, si no, el negro aterciopelado con que se viste Santa Irene, tan apropiado para su estado de viudedad y, a la vez, tan elegante. O los tirabuzones que le cuelgan sobre los hombros a la joven con la antorcha, en un detalle de coquetería extrema. Curiosamente, y en concordancia con las costumbres reinantes, las jóvenes solteras como ésta no cubrían su cabeza ni escondían su cabello, que se nos muestra sin pudor alguno en toda su hermosura y feminidad, resaltados ambos por la intensa luz de la tea ardiente.

            ¿Y cómo acabó esta historia? Pues resultó que el Santo, tan pronto como se vio con fuerzas, volvió a entrar al trapo y se enfrentó por segunda vez al gobernador romano de turno, quien mandó que fuera azotado y golpeado hasta la muerte. Esta vez sí falleció y su cuerpo fue sepultado por los cristianos en la catacumba que luego tomó su nombre, sita en la misma Roma.

            Corría el año 288 de la era cristiana. San Sebastián fue más tarde nombrado protector contra la peste y otras enfermedades similares. Pero lo más importante es que su efigie ha impulsado la creación de innumerables obras de Arte tan hermosas como éstas...

jueves, 14 de junio de 2012

146 / EL INVIERNO DE NUESTRO DESCONTENTO


Claudio Lorenzale es un pintor muy poco conocido. Fue un catalán que estudió Arte primero en Murcia y posteriormente en Barcelona, en la Escuela de la Lonja. Desde muy joven quedó deslumbrado por la corriente pictórica llamada de los nazarenos, cuyos líderes y fundadores fueron los alemanes Overbeck y Cornelius.

            El nazarismo abogaba por la vuelta a un arte romántico con contenidos medievalistas. Sus temas los sacaban de la Biblia, de Shakespeare y de las epopeyas literarias de ambiente medieval, como La Jerusalén libertada de Milton u Orlando furioso de Ariosto. Su estilo, blando y refinado, decadente y sensibleramente beaturrón, a veces era producto de una re-elaboración degenerada del arte de Fra Angélico, del Perugino y del mismo Rafael de Sanzio. Pero sin el genio de éstos, por supuesto.

            Los pintores nazarenos habían asumido un compromiso con la religiosidad católica y representaban exclusivamente temas piadosos y cargados de misticismo. Yo me atrevería a decir que fueron la continuación de las obras de Murillo, pero en malo, sin la técnica apabullante del pintor sevillano, ni su dibujo intachable, ni su soltura de pincelada, ni tampoco su colorido potente y resolutivo. También algunas copias de estos artistas, como las del sevillano, llenaron las casas de principios del siglo XX de insulsas reproducciones rayanas en el kitsch. Me atrevería a decir que lograron ser un arte pompier de segunda fila y a la española en muchos casos. Aunque también hubo, sin duda, algunas obras capaces aguantar el paso del tiempo.

            Esta obra de Lorenzale es una de ellas. Se titula El invierno y su contenido, al par que simple y escueto, resulta intrigante. Una figura femenina aparece flotando en el espacio, bajo un cielo plomizo, sólo roto por un pequeño claro. La figura está totalmente envuelta en varias prendas de abrigo, holgadas y voluminosas que cubren por completo el cuerpo femenino, salvo los ojos. Todo lo que esta mujer tiene que decir tiene necesariamente que expresarlo a través de la mirada. Con esmero se tapa la boca con el grueso manteo, para evitar que el frío reinante le irrite la garganta. Imposible percibir una mano, un pie y ni siquiera la forma del contorno del cuerpo, un hombro o una cadera. Sólo los ojos nos miran interrogándonos y sugiriéndonos que, para combatir el frío exterior, nada mejor que encender el fuego interior, el fervor del corazón, el calor de la religiosidad y la devoción, el volcán de la piedad y el amor a lo divino.

            El cielo se adivina nuboso e inmaterial, encerrado en un óvalo de perímetro sinuoso. De la figura, aparte de sus ojos profundos, sólo nos llama la atención el plegado de las telas, de movimiento ondulante, cadencioso y rotundo a la vez. 


            Estamos en presencia del símbolo en estado puro y, ante él, únicamente nos queda el asombro sostenido y el silencio espectante. Cosas del Arte. ¡Ah! Y el título de este post es cosa de Shakespeare, el gran don Guillermo…

viernes, 8 de junio de 2012

145 / LAS HILANDERAS DE MIGUEL ÁNGEL

             No, no se trata de un error de título. Sigue leyendo y lo entenderás…

¿Son los grandes maestros del Arte tan grandes porque son irrepetibles? ¿Han sido siempre originales, creando un estilo totalmente nuevo, o han libado de los artistas anteriores, parasitando de ellos ora los temas, ora alguna figura? Nihil novum sub sole, que para los que no saben latín quiere decir que nada hay en el mundo que sea del todo nuevo, y que la materia no se gasta, sino que se transforma, al igual que la inspiración de los artistas, que muchas veces se alimenta de las obras de otros. Para ilustrar este comienzo hemos elegido un conocido cuadro de Velázquez, cuyo título oficial es La fábula de Aracné (Prado, Madrid), aunque todos lo conocemos por Las hilanderas. Lo que cuenta se resume así:

            Aracné era una mujer muy hábil tejiendo, pero algo bocazas. Un día se le ocurrió presumir ante sus amigas de que no había sobre la tierra nadie, mujer o diosa, que pudiese competir con ella con la rueca y la lanzadera. La diosa Atenea aceptó el reto y ahí tenemos a ambas mujeres –Atenea disfrazada de mujer mayor a la izquierda y Aracné de espaldas y con blusa blanca a la derecha- trabajando afanosamente en tejer un tapiz con el tema de El rapto de Europa, argumento que, hoy al menos, no vamos a explicar.

            Velázquez, por su parte, era bastante descreído en lo tocante a los dioses y las diosas y le gustaba representarlos de forma natural y casi vulgar, sin aspavientos ni alharacas. Además, nada de Monte Olimpo, sino que ambienta la escena en una polvorienta y sombría sala de la Real Fábrica de Tapices de Madrid. Como es lógico, el certamen lo ganó la diosa que, para castigar a la atrevida Aracné, la convirtió en araña –de ahí su nombre- obligándola a dedicar toda la vida a tejer por las esquinas de los salones.
            Pero, ¿y la copia? Copia copia no es, pero inspiración fuerte sí. Velázquez pintó esta obra casi al final de su vida, después incluso de Las Meninas. Mientras tuvo cargos en palacio viajó dos veces a Roma como emisario del rey. Allí pudo observar y admirar –la Ciudad Eterna era entonces el centro artístico del mundo- el techo de la Capilla Sixtina y seguramente manejó grabados de los diferentes grupos y figuras que lo llenan. Entre ellos encontró esta pareja de “ignudi” o jóvenes desnudos –imagen adjunta- que separan unas escenas de otras. ¡Qué suerte!pensó el pintor- ya que estos personajes, convenientemente maquillados, me sirven para las posturas de las dos mujeres principales –Atenea y Aracné- de mi cuadro, que me trae mártir. Suavizo un poco los músculos por aquí, cambio esta mano por allá, ajusto la rueca a una y la devanadera a otra, les pongo las vestimentas apropiadas et voilà!

            Y así lo hizo. Observad con atención el gran parecido entre las figuras de Velázquez y las de Miguel Ángel. Sólo en la postura, claro. Todos lo demás, las otras mujeres, los instrumentos, la escalera, los cortinajes y otros detalles fueron tomados del natural. Bueno, todo no, porque el tapiz del fondo está copiado de un cuadro de Tiziano, llamado El rapto de Europa, cuya historia sigo negándome a contar.

            ¿Y el gato que dormita junto a la pierna de Atenea? Ese es un misterio sin resolver. Quédese en el baúl de los arcanos…