sábado, 8 de septiembre de 2012

156 / ¡QUÉ SUICIDIOS MÁS ROMÁNTICOS…!


Se decía por entonces -mediados del siglo XIX- que el suicidio estaba de moda y que era degradante que una persona que tenía auténtico espíritu romántico muriese en la cama, rodeado de su esposa, hijos y demás familiares. ¡Qué vulgaridad! ¡Qué falta de poesía y de romanticismo! Ese es un final destinado sólo a los burgueses, a los banqueros y a otros dedicados al lucro y a la vida prosaica. Los artistas, poetas, pintores y músicos, necesitan y anhelan tener una vida corta, una muerte rápida y dejar un bonito cadáver. Así lo prescribió Goethe en su novela Werther, creando en ella el prototipo del suicidio por amor. O, mejor dicho, por desamor.

            Este tópicazo del Romanticismo es el que el pintor del siglo XIX Leonardo Alenza quiso criticar, hasta llegar a la ridiculización, en estos dos cuadros titulados ambos Suicidio romántico. Alenza fue un artista de estilo suelto y desenfadado que, llevado por su tendencia al realismo -heredada de su maestro Goya-, encontró en los excesos románticos un filón para dar rienda suelta a su vena satírica y a sus habilidades como ilustrador y caricaturista. En efecto, la caricatura y la sátira gráfica llegaron a ser, durante la segunda mitad del XIX, una auténtica pintura de género.

            Ambos cuadros son muy parecidos y los dos aluden a lo mismo. Uno, el de arriba, nos sitúa al borde de un precipicio al que acude el “panoli” despechado que, torturado por los fantasmas del desamor mientras yace en su lecho, decide levantarse para, sin darse tiempo siquiera a quitarse el camisón de dormir, acabar con su vida. Su cuerpo es enjuto y sus piernas  muy delgadas como corresponde al arquetipo del caballero romántico. Se arroja al abismo al tiempo que se clava con la mano derecha un puñal en el costado, no sea que alguno de los dos métodos falle. El pintor le propone, en la parte izquierda del cuadro, otros métodos para suicidarse: el ahorcamiento de la rama de un árbol, recurso limpio y eficaz que sólo precisa de una cuerda –siempre que se disponga de un árbol, claro- y el disparo en el pecho, igualmente efectivo, pero con el inconveniente de que lo deja todo perdido de sangre. Poco ecológico, diríamos ahora.

            A un lado deja el suicida su-espada-para-lavar-ofensas-en-los-duelos, su pluma y sus legajos -entre los que, por supuesto, ha escrito una novela de lo más romántica- y una carta para el juez explicando las razones de su viaje al más allá.

            La otra imagen tiene detalles similares, pero esta vez está situada en el cementerio, donde un “jovencito” ya entrado en años está a punto de descerrajarse un tiro en pleno gaznate, ante la presencia ausente de una “jovencita”, también entrada ya en años, que lleva en sus manos un libro de poemas y la típica corona de laurel medio seco que aguarda a los que mueren por amor. Ambos bajo la mirada atenta de la lechuza, animal romántico donde los haya. El resto de objetos, la espada, los libros, el tintero, etc., son prácticamente los mismos del cuadro anterior.

            Ya lo decían los literatos de la época: En una buena novela del Romanticismo nunca pueden faltar una o dos escenas de cementerio, una lechuza misteriosa, un duelo con sangre, un envenenamiento, un panteón con letras grabadas en mármol y una buena tormenta de rayos y truenos.

            Y a la hora de morir, que sea  por tuberculosis si se trata de damas, o por un elegante suicidio si hablamos de caballeros. Pero ¿morir tranquilito en la cama, con velas y entre rezos? ¡Vade retro, Sátana! ¡A quién se le ocurre! ¡Faltaría plus…!

1 comentario:

  1. Hola. Me interesó mucho lo que escribes en el primer párrafo de esta entrada. Me podrías orientar en dónde hallaste exactamente la información que pones en esa parte? Mi nombre es Sergio Estrada, mi correo es serestrey@hotmail.com
    Soy historiador y escribo la biografía de un pintor mexicano de la segunda mitad del siglo XIX que se suicidó.
    De antemano gracias.

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