viernes, 24 de junio de 2011

103 / SAFO Y LAS “SAFISTAS”


“Safistas”, como suena. No sufistas o sufíes –místicas-, ni tampoco sofistas –mentirosas-, ni menos aún “surfistas”, las cachas de California. Simplemente “safistas”, las seguidoras de Safo, poetisa griega nacida en Lesbos, isla que tantas y tan variadas connotaciones nos ha traído posteriormente. Esta mujer es el ejemplo típico de que, cuando la historia está mal documentada y llena de huecos y de vacíos, vienen el mito y la leyenda a rellenarlos con la mayor naturalidad. Otro ejemplo similar podría ser, me atrevo a decir, Hipatia de Alejandría. Pero dejemos este tema para otra ocasión.

De Safo desconocemos mucho y sabemos poco. Aparte de su lugar de nacimiento, se tienen noticias de que mantuvo una estrecha amistad con el poeta Alceo, al que vemos en la imagen de arriba cantando sus propios versos mientras Safo le escucha embelesada –amor de novia-, apoyando las manos y la barbilla sobre una historiada mesa de bronce. El cuadro es del pintor holandés Alma Tadema, que hizo carrera en Inglaterra y que nos ha legado una gran cantidad de obras sobre la vida cotidiana en la antigüedad griega y romana. Es el pintor de la belleza juvenil, del disfrute de los placeres y del dolce farniente. Se caracteriza por la precisión y naturalidad del dibujo de sus personajes y por las calidades de sus materiales, sobre todo el mármol, como se puede ver en este cuadro.

El mito de Safo de Lesbos en lo referente a las relaciones sáficas o lésbicas parece que surge, más que de la propia vida de la poetisa –a la que, por otra parte, se atribuye un matrimonio convencional y una hija- del contenido de sus versos, en los que con frecuencia aparecen alusiones a la fuerte atracción que sentía hacia algunas de sus alumnas. Esto intenta sugerirnos la segunda imagen, un cuadro del francés Charles Auguste Mengin, en el que se ve a nuestra protagonista como una auténtica mujer fatal, de hermoso cuerpo y mirada desafiante que, lira en ristre, canta la liberación femenina por los acantilados de las costas de Mitilene, capital de la isla y su patria. El embrujo de la figura en sí y sobre todo el mito en torno a su vida han propiciado que el arte, la música y la literatura se interesen por ella y la trasladen con insistencia a los lienzos, a los escenarios y al papel.

Pero, siendo serios y sinceros, pienso que la mejor representación de Safo la han dejado los fresquistas anónimos de Pompeya en este otro espléndido retrato adjunto, que ha dormido tantos siglos bajo las cenizas del volcán Vesubio. Una mujer joven, de rostro hermoso pero no idealizado que, con mirada atenta y actitud reflexiva espera, mientras acerca el cálamo a la boca, a que llegue la inspiración: una poetisa, no una superheroína ni tampoco una bestia del sexo, intentando crear en su vida una obra coherente, preñada de sensaciones y de sentimientos personales.

Todos los lobbies necesitan ídolos, y por eso, sucesivamente, la han reivindicado las feministas y, más recientemente, las lesbianas. Pero tal vez los únicos que puedan reivindicarla por derecho propio sean los poetas y los lectores amantes de la poesía, como el que esto escribe. Una mujer capaz de escribir: “Yo te buscaba y llegaste,/ y has refrescado mi alma que ardía de ausencia” es, sin duda, patrimonio de todos…

viernes, 17 de junio de 2011

102 / EL SACRIFICIO DE UN HIJO


Este cuadro se titula El sacrificio de Isaac (Colección Thyssen, Madrid) y lo pintó Giovanni Battista Piazzetta. La escena, sacada de la Biblia, está resuelta cromáticamente sólo en colores ocres y marrones, consiguiendo así crear un extraño ambiente entre fantasmagórico y mágico. La historia cuenta que Abraham, cuyo hijo Isaac le nació siendo él ya muy entrado en años, recibió de Dios la orden de sacrificarlo en el monte. Parece cruel -y de hecho lo es- pero al final respiramos tranquilos al comprobar que sólo se trataba de un simulacro para poner a prueba su obediencia.

El esquema compositivo que se puede ver adjunto también está lleno de sugerencias. Comenzando por la cabeza de Isaac (1), que tiene los ojos replegados sobre sí mismo, su mirada casi ciega nos conduce como una flecha a la mano de Abraham con el cuchillo (2), para después deslizarse por el brazo del anciano (3), en un itinerario quebrado que nos lleva de nuevo a su cabeza (4). Una vez allí, sus ojos nos incitan a dirigirnos a la cabeza del ángel (5) que, de nuevo con su mirada y con el vector visual de su brazo, nos devuelve al punto de partida. Puede verse la curiosa forma que dibuja este itinerario.

Nada, sin duda, está fuera de su sitio.

Cada figura y cada parte de ellas actúa exactamente para invitarnos a este recorrido por el cuadro, tal como tenía planeado in mente Piazzetta. En el triángulo isósceles que forman las tres cabezas –la de Abraham, la de Isaac y la del ángel- se concentran las claves de este misterio que, aparentemente, parece una salvajada propia de la tribu más primitiva: Abraham mira hacia Dios, ansioso por cumplir lo que le dice; el ángel mira a Abraham, conminándole a detenerse en lo que va a hacer e Isaac mira, lógicamente, al cuchillo, si bien lo hace con mirada valiente y resignada.

Menos mal que, por un milagro del cielo, apareció por allí un cordero que vino a sustituir al muchacho como víctima del sacrificio. Así todos contentos: padre e hijo se abrazaron afectuosamente como si se acabaran de conocer; el ángel volvió al cielo donde se vive divinamente y Dios quedó satisfecho al ver la obediencia de su siervo.

El único que pagó los platos rotos vino a ser el cordero. Justo el que menos culpa tenía, ya que sólo pasaba por allí. Ya lo dice el refrán: Para triunfar hay que estar en el sitio justo y en el momento justo. Lo mismo que para morir…

domingo, 12 de junio de 2011

101 / SOROLLA III: El padre


-----------Joaquín Sorolla tenía obsesión por los efectos de luz. Eso es lo que tiene en común con el Impresionismo. Por lo demás, su técnica a base de grandes pinceladas superpuestas era muy distinta a la utilizada por los impresionistas, que aplicaban pequeñas pinceladas de distintos colores, yuxtapuestas unas a otras, para que el espectador las mezclase en el fondo de la retina, percibiendo así los colores secundarios y terciarios.

Pero, además, Sorolla fue un excelente marido y un buen padre de tres hijos, Elena, María y Joaquín. En el cuadro de arriba, Paseo a la orilla del mar, de 1909, podemos encontrar a su esposa, Clotilde García del Castillo, andando por la playa en compañía de una de sus hijas, María, que luego tuvo varias crisis de tuberculosis, lo que obligó a la familia a pasar largas temporadas en Madrid, cerca del Guadarrama, buscando un clima seco y saludable. Las dos mujeres lucen trajes largos completamente blancos, con velos que ondean al viento movidos por la brisa mediterránea. Una sombrilla, también blanca, lanza sombras coloreadas sobre el vestido de la esposa, mientras que María lleva en su mano un sombrero adornado con gasas de colores. Ambas andan acompasadas, en paralelo, y una ola, al fondo, les hace el contrapunto necesario para cerrar la composición. Plásticamente perfecto.

Aunque el género del retrato no era uno de sus preferidos -más bien los hacía por compromiso y porque le dejaban buenas ganancias-, a su esposa la pintó varias veces. Era pasión lo que sentía por ella y le escribía: “Llenas el vacío que mi vida de hombre sin afectos de padre y madre tenía antes de conocerte”. Con esto hace alusión a que quedó huérfano a los pocos años y fue criado por un tío suyo. Similares manifestaciones expresa repetidamente hacia sus dos hijas que eran, para él, reflejos fieles de su esposa.

No pasó lo mismo con el hijo, Joaquín Sorolla García, al que podemos considerar el gran ausente en los asuntos familiares. El pintor, víctima de los prejuicios de su tiempo, nunca llegó a asimilar el hecho de que su único hijo varón fuese homosexual y se juntase con un grupo de amigos que eran igualmente homosexuales declarados y que, además, alardeaban de serlo. Entre ellos había varios jóvenes de la alta sociedad. Lo cuidó y lo ayudó, eso sí, cada vez que fue necesario: cuando tuvo los ataques de sífilis y cuando caía en sus frecuentes depresiones. Pero cuando el hijo tuvo un accidente de moto en Londres, sólo la madre y la hermana se desplazaron para asistirlo.

Consecuencia de estas relaciones accidentadas fue que el pintor hizo escasos retratos de Joaquín junior, como el adjunto, en el que aparece sentado, vistiendo un abrigo verdoso y con aspecto de gentleman de principios del siglo XX. A la muerte de su padre, Joaquín Sorolla hijo dejó todos los cuadros que tenía del pintor, amén de una buena cantidad de dinero, para la fundación encargada de conservar y divulgar la obra del fallecido. El maravilloso Museo Sorolla de Madrid, en la Avenida Martínez Campos.

Al menosprecio e indiferencia de su padre él, como buen hijo, contestó siempre con el respeto y la veneración. Así son las cosas. Y así es el Arte…

viernes, 3 de junio de 2011

100 / VIEJO AL SOL


----------En los últimos años de su vida, Mariano Fortuny -que ya ha demostrado con creces que es un manitas increíble y un virtuoso “insoportable” en el arte de la pintura y de la miniatura-, vuelve a los viejos estilos de los viejos clásicos de la vieja España. (Mucho viejo, pero por algo será). El hombre mira a Velázquez, a Franz Hals, al Greco y, sobre todo, a Ribera y a sus santos despellejados. Siente nostalgia de la pintura-pintura, de la Pintura con mayúscula. Y pocos como él tienen capacidad para hacerla. Acepta que la pintura es esencialmente luz y color y que el motivo es lo de menos –él, que ha querido pintar La Batalla de Tetuán, de 3x10 metros, con cientos de personajes en escena, vuelve a la pintura íntima y sin aspavientos.

----------Y regresa a los argumentos nimios y ordinarios. Uno de ellos es éste del anciano desnudo puesto al sol. ¿Qué le pudo atraer en este motivo? ¿Tal vez la blanca barba que contrasta con el tono tostado de la piel? ¿La piel fláccida y arrugada del torso y las axilas? Sea como sea, coge un lienzo y lo imprima con un color ocre levemente rojizo, como hacía Velázquez y se pone manos a la obra. Las pinceladas son nerviosas y en muchos sitios se queda al descubierto el color de la imprimación, como en la parte del vientre y del inicio de la entrepierna.

----------Estamos ante una obra casi impresionista, varios años antes del Impresionismo, francés se entiende. Se nota en la búsqueda de los distintos tonos de piel, según les dé o no directamente el sol. También se nota en las pequeñas y cortas pinceladas del cuello y del plexo solar. Pero estos planteamientos quedan desmentidos por la abundancia de color negro repartida por aquí y por allá. Un impresionista hubiera pintado las carnes en sombra con muchos colores y matices, pero jamás con el negro, ya que se lo habría prohibido a sí mismo.

----------Pero lo que más me llama la atención es ese fondo totalmente oscuro ante el que posa el anciano. No está ni ante una fachada, ni en el campo, ni en una habitación con ventana. Está en ninguna parte, en la nada, en el vacío; en la negación de la luz, en el negro.

----------Pero entonces, ¿de dónde saca ese fulgor, ese brillo que embarga sus carnes tan ajadas ya por el tiempo y por el trabajo de sol a sol? ¿Y cómo guarda aún su rostro ese tono sonrosado, al tiempo que cierra los ojos para disfrutar del calorcillo matutino?

---------Milagros son del Arte, sin duda. Yo no los entiendo, ni tal vez pueda nunca aplicarlos, pero me siguen asombrando. Cosas del Arte…