lunes, 24 de septiembre de 2012

158 / ¡CHICO MALO…!


Este cuadro del norteamericano Eric Fischl resulta curioso y desconcertante en dos aspectos: en su temática y en la forma en que está pintado. Por la temática enlaza íntimamente con la obra de su compatriota Edward Hooper, que numerosas veces representa en sus lienzos figuras solitarias en habitaciones de hotel. Por su técnica continúa la tradición luminosa y fulgurante del también norteamericano John Singer Sargent, al tiempo que aplica la pincelada suelta y vigorosa de Winslow Homer.

            Pero de su propia cosecha añade un matiz que nos salta a la vista desde la primera visión del cuadro: la morbosidad, el regusto de lo prohibido. Es, sin duda, uno de esos cuadros que podemos calificar de iniciático. El muchacho, de apenas unos doce o trece años, se está quitando la ropa en la penumbra del cuarto, mientras, en una cama semideshecha, le espera una mujer desnuda en actitud exhibicionista, para hacerle cruzar el puente que separa al niño del hombre: la iniciación sexual. La mujer, que luce un desnudo más provocativo de lo normal en el arte, ya ha comenzado su propia actividad sexual y muestra en su rostro los efectos del éxtasis orgásmico. El muchacho parece sobrecogido por el espectáculo y tiene una actitud tímida, propia de quien se enfrenta a algo desconocido. O tal vez se está poniendo los pantalones, tras un intento fallido que ha dejado a su partenaire claramente insatisfecha. Ambas posibilidades nos muestran el lado más morboso y frustrante de la relación sexual.

            A su lado, una gran fuente azulada contiene un puñado de plátanos, manzanas y naranjas, frutas todas proclives a la sugerencia erótica y fálica, de cuyo aroma agrio se supone la habitación embalsamada.

            Pero no es esto lo más resaltante, a mi entender. Lo curioso de esta obra es esa luz desgarrada, en forma de líneas de color, que acuchilla los cuerpos y las superficies, cortándolas como a rodajas con un filo cromático inesperado. Todo procede –está claro- de la persiana de lamas horizontales que filtra y raciona la luminosidad, dejando caer contrastes de luz y sombra sobre el desnudo femenino, los pliegues de las sábanas, el suelo, el hombro del adolescente y las frutas. Esa luz tamizada que pulveriza la penumbra consigue que el tema pierda gran parte de su morbosidad y se convierta, por encima de todo, en un espectáculo visual. Curioso cuando menos…

            Pero, amigos, nihil novum sub sole, que dijeron los antiguos. Antes que Fischl, ya el mismísimo Sorolla había dado muestras de su maestría en el racionamiento de la luz en este cuadro titulado La bata rosa –imagen de al lado-, de tema costumbrista totalmente ajeno a la sordidez de la escena de la obra de arriba. En ambos la luz penetra tamizada por un filtro intermitente. Si de luminismo se trata, Sorolla y Sargent pertenecen a la misma escuela, son hijos de la misma época y creo que incluso fueron amigos. Y por el aliento de Sargent –ya lo hemos dicho- respira Enric Fischl, nuestro invitado de hoy.

            Ambos intentan –Fischl y Sorolla- controlar la luz, utilizándola como un instrumento fantástico para el modelado de las formas pero –no creo que nadie lo dude- aunque la temática del norteamericano es más atrevida, la técnica del valenciano es muy superior y no admite parangón.


            Y es que Sorollas no ha habido muchos, ni puede que los haya en el futuro...

domingo, 16 de septiembre de 2012

157 / SOPLAN AIRES REVOLUCIONARIOS…


Estamos a finales del siglo XVIII y Francia, como indica la litografía de arriba, firmada por J. J. Grandville, es víctima de todo tipo de aves carroñeras que la están despedazando. La nación está amarrada con cuatro cadenas al suelo –la crisis, la desigualdad, la miseria y la arbitrariedad social- mientras cuervos de todo tipo le van arrancando las entrañas. Algunos de ellos llevan galones militares, otros lucen medallas y condecoraciones de la nobleza, todos lucen bandas que los identifican como miembros selectos de una sociedad en la que la mayor parte de la riqueza está en manos de unos pocos.

            Algo se está fraguando que va a cambiar la sociedad francesa desde sus mismos cimientos, haciendo desaparecer el último rastro de feudalismo a favor de algo más igualitario, aunque nunca lo será lo bastante ni del todo. Entonces el Tercer Estado –el pueblo y la burguesía, apoyados por unos pocos nobles y religiosos progresistas- se reúnen en el edificio llamado Jeu de Paume (Frontón o Juego de pelota) y allí se marcan las bases de lo que será el nuevo Estado. En palabras de René Huyghe, “es el momento esencial al que parece llevar todo el pasado y donde el futuro se muestra en germen”. Ya nada será lo mismo en adelante.

            Jacques Louis David estaba allí y quiso dejar constancia de este hecho que él mismo consideró trascendente. Primero lo hizo en un detallado dibujo a pluma con leves toques de color –del que la imagen de al lado es un fragmento- como boceto para un cuadro posterior de gran tamaño que, desgraciadamente, nunca llegó a realizarse. En el centro vemos a un burgués que discute con un sacerdote y un monje, junto a una serie de personajes ilustrados que están comprometidos en que todo cambie. Y lo primero es encontrar un lema, y ya lo tenemos: LIBERTÉ, ÉGALITÉ, FRATERNITÉ!

            Del recinto del Jeu de Paume salió un compromiso firme de llevar al país a un cambio radical –uno de los más radicales de la historia- que luego fue generando los hechos posteriores: la toma de la Bastilla, los ajusticiamientos en la guillotina y la capacidad de un  país para deshacerse de todos los cuervos que lo estaban despedazando.

            Sobre todo nace en los corazones de la gente sencilla el espíritu revolucionario. Y también en este aspecto está presente el arte. De ello se encarga Eugène Delacroix, que pinta La libertad guiando al pueblojunto a estas líneas en su zona central- y simboliza al espíritu libre de los sans culottes, presentándolo como una poderosa matrona de pecho generoso, capaz de alimentar con él el fervor revolucionario de toda una nación. Ella misma va en cabeza, saltando por encima de unas barricadas hechas de piedras, palos y cadáveres –las inevitables víctimas de toda revolución-, agitando la bandera nacional que en la imagen de arriba era picoteada por cuervos de toda índole.

            En las actitudes de los personajes y en el fragor de la batalla se percibe el fervor revolucionario del mismo Delacroix que se puso –con sus pinceles en ristre- al servicio de un pueblo que, por primera vez en la historia, acababa de rebelarse contra su destino de víctima. Por fin el pueblo –el Tercer Estado, insisto- cuenta y consigue transformar una sociedad de jerarquías históricas en una sociedad de clases.

            Y el Arte está presente en todo momento. Ahí, ahí, eso es lo suyo. Y por hoy se acaba. Ciao! o, mejor dicho, AU REVOIR, mes amis...!

sábado, 8 de septiembre de 2012

156 / ¡QUÉ SUICIDIOS MÁS ROMÁNTICOS…!


Se decía por entonces -mediados del siglo XIX- que el suicidio estaba de moda y que era degradante que una persona que tenía auténtico espíritu romántico muriese en la cama, rodeado de su esposa, hijos y demás familiares. ¡Qué vulgaridad! ¡Qué falta de poesía y de romanticismo! Ese es un final destinado sólo a los burgueses, a los banqueros y a otros dedicados al lucro y a la vida prosaica. Los artistas, poetas, pintores y músicos, necesitan y anhelan tener una vida corta, una muerte rápida y dejar un bonito cadáver. Así lo prescribió Goethe en su novela Werther, creando en ella el prototipo del suicidio por amor. O, mejor dicho, por desamor.

            Este tópicazo del Romanticismo es el que el pintor del siglo XIX Leonardo Alenza quiso criticar, hasta llegar a la ridiculización, en estos dos cuadros titulados ambos Suicidio romántico. Alenza fue un artista de estilo suelto y desenfadado que, llevado por su tendencia al realismo -heredada de su maestro Goya-, encontró en los excesos románticos un filón para dar rienda suelta a su vena satírica y a sus habilidades como ilustrador y caricaturista. En efecto, la caricatura y la sátira gráfica llegaron a ser, durante la segunda mitad del XIX, una auténtica pintura de género.

            Ambos cuadros son muy parecidos y los dos aluden a lo mismo. Uno, el de arriba, nos sitúa al borde de un precipicio al que acude el “panoli” despechado que, torturado por los fantasmas del desamor mientras yace en su lecho, decide levantarse para, sin darse tiempo siquiera a quitarse el camisón de dormir, acabar con su vida. Su cuerpo es enjuto y sus piernas  muy delgadas como corresponde al arquetipo del caballero romántico. Se arroja al abismo al tiempo que se clava con la mano derecha un puñal en el costado, no sea que alguno de los dos métodos falle. El pintor le propone, en la parte izquierda del cuadro, otros métodos para suicidarse: el ahorcamiento de la rama de un árbol, recurso limpio y eficaz que sólo precisa de una cuerda –siempre que se disponga de un árbol, claro- y el disparo en el pecho, igualmente efectivo, pero con el inconveniente de que lo deja todo perdido de sangre. Poco ecológico, diríamos ahora.

            A un lado deja el suicida su-espada-para-lavar-ofensas-en-los-duelos, su pluma y sus legajos -entre los que, por supuesto, ha escrito una novela de lo más romántica- y una carta para el juez explicando las razones de su viaje al más allá.

            La otra imagen tiene detalles similares, pero esta vez está situada en el cementerio, donde un “jovencito” ya entrado en años está a punto de descerrajarse un tiro en pleno gaznate, ante la presencia ausente de una “jovencita”, también entrada ya en años, que lleva en sus manos un libro de poemas y la típica corona de laurel medio seco que aguarda a los que mueren por amor. Ambos bajo la mirada atenta de la lechuza, animal romántico donde los haya. El resto de objetos, la espada, los libros, el tintero, etc., son prácticamente los mismos del cuadro anterior.

            Ya lo decían los literatos de la época: En una buena novela del Romanticismo nunca pueden faltar una o dos escenas de cementerio, una lechuza misteriosa, un duelo con sangre, un envenenamiento, un panteón con letras grabadas en mármol y una buena tormenta de rayos y truenos.

            Y a la hora de morir, que sea  por tuberculosis si se trata de damas, o por un elegante suicidio si hablamos de caballeros. Pero ¿morir tranquilito en la cama, con velas y entre rezos? ¡Vade retro, Sátana! ¡A quién se le ocurre! ¡Faltaría plus…!