miércoles, 21 de septiembre de 2011

114 / LAS TRES EDADES DE LA MUJER


Gustav Klimt, pintor austríaco que vivió a caballo entre el siglo XIX y el XX, era un conquistador nato. Amaba a las mujeres y las pintaba, y viceversa. Todas deseaban posar para él porque tenía el don de embellecerlas y estilizarlas. Las rodeaba de elementos decorativos, curvas y círculos de colores, les ponía un fondo de pan de oro, les alargaba la figura, les idealizaba el rostro y acababan rendidas a sus pies. La película “Klimt” de Raoul Ruiz (2005), magníficamente interpretada por John Malkovich nos da una idea de lo anterior, dentro de lo que puede dar el cine por sus condicionamientos comerciales.

Su pasión eran los murales, largos y sucesivos, como el que dedicó a Beethoven, pero también trabajó la pintura de caballete y tenía una facilidad especial para el dibujo de desnudo. Pero dejemos algo para otra ocasión y centrémonos ahora en el cuadro de arriba, Las tres edades de la mujer, cuyo original se puede ver en la Galería Nacional de Arte Moderno de Roma. Por ese tiempo, Picasso se enfrentaba al mismo tema en su cuadro La vida, con resultados muy distintos (ver entrega 112).

El título, realmente, lo dice todo. En la franja central del cuadro –todo lo demás son aspavientos y florituras propias del simbolismo vienés, recargado y decorativista- aparecen el germen, la culminación y el ocaso de un proceso complejo y muy atractivo: la vida de una mujer al completo. Cada uno de los tres estados, -la infancia, la madurez y la senectud- necesita, al par que les sirve de contrapunto, a los otros dos. La niña duerme confiada en brazos de su madre y se envuelve los pies con las mismas transparencias que ella. Ahí está la clave de la infancia, en el abandono y la fe en el cuidado materno que le permite dormir largos periodos. Su mismo rostro nos dirige hacia la cara de la madre, que a la vez se siente –y el pintor consigue que esté orgullosa de serlo- mujer solícita y deseable. Nada que ver con la femme fatale ni con la vamp que muchos otros pintores contemporáneos han reivindicado en sus cuadros. Muestra su cuerpo grácil y elegante y sus piernas esbeltas se envuelven en tules que no sirven para abrigar sino para embellecer. Es la fruta madura, el huevo que ha eclosionado con éxito, la simiente que ha granado dando el máximo. Es la mujer bella y también es la madre.

Por último está la anciana, que antes fue hermosa y deseable. Hoy el vientre se le ha hinchado y el pecho asoma caído y casi plano por la flaccidez de los músculos y la debilidad de la piel. Las manos tersas y finas de cuando fue joven están ahora arrugadas y con signos evidentes de artrosis. Pero el pintor no le niega esa esbeltez aún atractiva, lo único que queda de la belleza que fue. Posa a regañadientes y no puede evitar taparse el rostro con las manos para que no veamos en él los estragos de la edad. Todo esto se percibe también en el dibujo preparatorio de al lado, del mismo artista.

A pesar de todo, Cronos –el Tiempo- aún no ha conseguido derrotarla del todo y su cuerpo se mantiene enhiesto, firmemente afianzado sobre unas piernas que envejecen más lentamente que lo demás... Todo gracias a la magia de Klimt, que usa su pincel como si fuese una varita mágica, o mejor, un bisturí de cirujía plástica.

Para él, pintar a las mujeres era una forma de amarlas. El amor al servicio del Arte… O tal vez sea al revés… Qui lo sa?

viernes, 9 de septiembre de 2011

113 / LA PIEDRA DE LA LOCURA


Todos sabemos que la miseria es mala consejera y que los tiempos de hambre obligan a agudizar el ingenio. Por eso parece que en la época medieval abundaban los sacamuelas que iban por los pueblos extrayendo dientes y sacando las piedras de la locura. Con nada montaban un tenderete como el que se ve en este cuadro llamado El cirujano, de Jan Sanders van Hemessen, actualmente en el Prado.

Sobre la mesa se muestra un título –naturalmente falso- de doctor capacitado para ejercer este oficio y en el poste hay colgadas algunas piedras que certifican que también se tratan los síntomas de la locura. Por entonces se estaba seguro de que a los locos les había crecido una piedra en el cerebro y que ella era el motivo de los ataques. El altar del sacrificio ya está preparado. Ahora sólo falta esperar al primer ingenuo que llegue para sacarle los dineros al mismo tiempo que los dientes o las piedras. El pseudomédico va acompañado de su esposa que, tras haber atado al enfermo a la silla con unas telas, le sujeta la cabeza para que se mueva lo menos posible. Detrás está la hija de ambos preparando un ungüento cicatrizante para la herida.

El paciente tendrá alrededor de unos veintitantos o treinta años. Es alto, fuerte y cuando le viene un ataque de locura trae mártir a su madre, ya anciana, que considera que todo lo que le pasa es un castigo del cielo. La pobre reza desesperada a la derecha, rogando por la curación de su hijo que, cada vez que se vuelve loco, reparte palos a diestro y siniestro.

El truco siempre es el mismo: el cirujano comienza poniendo cara de preocupación mientras abre una herida sajando la frente del enfermo con dificultad y, en el momento oportuno, su esposa, debidamente entrenada, desliza hábilmente una piedra dentro de la incisión, piedra que el falso médico extrae rápidamente et voilà!- con el consiguiente alivio del enfermo y de sus familiares, que regresan al pueblo más ligeros de cabeza y de bolsa.

Este timo medieval también tuvo su parte positiva. En tiempos de la Inquisición, muchos de los que eran acusados de brujería pedían ser sometidos a esta operación y de esta forma eran catalogados como locos y no como brujos, librándose así de la muerte en la hoguera. Ya sólo les quedaba salir con vida de una intervención quirúrgica de este tipo que, dadas las escasas medidas higiénicas de entonces -¿dónde está la mascarilla, dónde los guantes y la bata del pretendido cirujano?- entrañaba más riesgos quizás que la misma hoguera. Porque la operación se las traía, pues te dejaba seguro un boquete en la frente y quizás un dolor de cabeza de por vida. Tan era así que muchos preferían seguir locos, según dicen unos versos que corrían por la Holanda de entonces:

Si al fin has de sufrir tan horrorosos

momentos de dolor cuando te operan,

no es raro hallar a algunos que prefieran

conservar, porque son muy temerosos,

las piedras que tan crueles les laceran.

Muchos, sin duda, se librarían de este tormento, pero el Arte, fiel observador de cada época, ha dejado constancia cumplida de lo que fue y ya no sigue siendo… (Snif, snif!, diría el lenguaje del cómic, con un toque de nostalgia…)

viernes, 2 de septiembre de 2011

112 / LA VIE EN BLEU, NO EN ROSE




Ya lo dijo Dalí en una de sus típicas boutades: “¿Picasso es comunista? ¡Yo tampoco!”. Ignoramos si Picasso fue un comunista convencido o si su aportación a la Internacional –la paloma de la Paz- se debió al azar o al compromiso. Sí sabemos que no era cristiano, al menos como se suele aceptar comúnmente. Por eso no tiene piedad cuando pinta los personajes de su época azul (en inglés blue=tristeza). Tampoco pretende despertar nuestra conmiseración ni conmover nuestras entretelas. Sólo busca, en el fondo mismo de la más profunda miseria, un algo de vitalidad, una pizca de vida.

Así se llama precisamente, el cuadro que nos ocupa, La vida, (Museum of Art, Cleveland). Su argumento –que lo tiene, igual que contiene su gota de tragedia- había sido desarrollado con anterioridad por el pintor austríaco Gustav Klimt en su cuadro Las tres edades de la mujer, que comentaremos dentro de poco en el post 114. En un ambiente cerrado e indefinido aparece una muchacha joven abrazada a su pareja; a la derecha, una mujer madura sosteniendo un niño en brazos; en los cuadros del fondo, una pareja mayor abrazándose y, debajo, otro anciano/a en soledad.

El cuadro tiene estructuralmente una indudable influencia del retablo cristiano, con los dos grandes conjuntos a ambos lados Adán y Eva y la Virgen María con el Niño- y, en el centro, otras figuras más pequeñas de santos, eremitas o mártires. Otros elementos como la simetría, el estatismo de las figuras y la distribución simétrica no hacen más que evidenciar esta influencia. Pero dejemos las connotaciones de tipo religioso para otra ocasión y centrémonos en el contenido visual: Toda la escena está cargada de tristeza –blue- y los personajes están herméticamente encerrados en sí mismos. Tan sólo el hombre –en este caso el elemento principal- alarga su mano en referencia a la figura de enfrente, la madre. Los demás tienen la mirada perdida y las manos atadas de una u otra forma. Todos se dejan envolver por una indescriptible sensación de nostalgia, de tristeza y soledad. Nada existe fuera de ellos y cada uno sólo se tiene a sí mismo para sobrevivir.

Y para terminar, la anécdota. En los bocetos preparatorios, la figura del hombre tenía el rostro del mismo pintor pero, por entonces, ocurrió el suicidio de un pintor amigo, el catalán Casagemas, debido a la frustración provocada por un problema de impotencia. Por ello el artista borró su propia cara y dibujó en su lugar la del suicida, quedando así definida, una vez más, otra de las maravillosas paradojas del arte: El rostro de un hombre que acabó con su propia existencia, legada a la posteridad como imagen central de un cuadro llamado precisamente LA VIDA...

Cosas del Arte y cosas de Picasso... ¿Puede que ambos sean la misma cosa? No sé, no sé...