domingo, 20 de septiembre de 2009

PINTAR EL INSTANTE


------------------La mayor parte de los cuadros del arte clásico cuentan una historia. A veces representan varias escenas de un mismo argumento, al modo de los tebeos. Otras veces comprimen el relato en una sola escena, la más importante o significativa. Y otras narran –como el caso que nos ocupa- un solo instante, pero ¡qué instante! Una sucesión de siglos comprimida en un solo momento, en un tris, en un pis pas, en un abrir y cerrar de ojos, como quien dice. Se trata –todo el mundo lo sabe- del mural de la Creación de Adán, que se encuentra en el techo de la Capilla Sixtina del Vaticano.
--------------- Cuando todo el mundo creía –y más aún, defendía- que Dios modeló al hombre con un puñado de barro y luego le sopló para darle el hálito -la vida-, Miguel Ángel, con su carácter insufrible pero al mismo tiempo rebelde e innovador, pasa de ambas cosas: del modelado y del soplido. El cuerpo de nuestro padre común, perfecto como el del Discóbolo griego, surge del barro como un producto del mismo modelado por una fuerza interior. Desnudo y musculoso, brota de abajo a arriba con una energía imparable. (Al decir del mismo M. A., ya está formado en el barro y sólo falta quitar lo que le sobra). Pero sus miembros aún están lánguidos y su rostro refleja un claro estado de somnolencia. Le falta la chispa, el élan, la explosión, esa especie de Big Bang particular que ponga en funcionamiento su mente inventora, su corazón tierno y su estructura corporal evolutiva.
-----------------Y eso está a punto de suceder en el encuentro de las dos manos, tal como se ve en la foto de al lado. La mano de Adán aún está perezosa, lánguida y como dormida, con una tendencia a dejarse caer hacia el suelo por la fuerza de la gravedad. En cambio, la mano de Dios rebosa vida y su dedo índice se lanza certero hacia su objetivo, con una puntería infinita. En una fracción de segundo, un parpadeo, una millonésima de suspiro, se va a poner en marcha el prodigio que J. L. Borges describe en su relato El Áleph: “... Vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y coyuntural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.
----------------El escenario ya está preparado con anterioridad: el sol, la luna, las estrellas, la tierra y el mar. Los personajes secundarios, las aves y los animales del bosque, esperan órdenes cada uno en su sitio, con la mirada fija en el barro del que va a brotar la energía. Y este es el momento en el que la vida surge e irrumpe con la fuerza de un chispazo eléctrico; el dedo de Dios señala a Adán, lo identifica, lo elige y le indica el camino para evolucionar por sí mismo.
---------------Imagino las caras del Papa, los Cardenales y demás cortesanos cuando, después de retirados los andamios tras cuatro años de trabajo febril, apareció esta parte del techo ante sus ojos, que entonces conocieron lo que era el asombro. Más tarde aparecerán las disputas entre Evolucionismo y Creacionismo, entre la evolución y el simple modelado. Pero, cuando esto ocurre, hacía ya siglos que alguien, un coloso florentino llamado Miguel Ángel había puesto imagen a lo que, en abstracto, nosotros llamamos el acto creador.
---------------Y son dos manos en el instante de rozar sus dedos índices...

sábado, 19 de septiembre de 2009

ÍO Y JÚPITER II

              Nos quedamos cuando Júpiter, para proteger a Ío de la furia de Hera, la esposa engañada, la convirtió en vaca, o dejémoslo en novilla, que es más fino. La diosa insistió en pedir a su marido que le regalase la ternera –ya sabemos para qué- y el dios, para quitársela de encima, consintió. Con el fin de tenerla vigilada, Hera le puso como guardián a Argos, apodado Panoptes, o sea, el de los innumerables ojos. Pongamos que tenía cien, que ya está bien, pues mientras cincuenta dormían, los otros cincuenta vigilaban. Y el folletón prosigue...

            Entonces Júpiter, viendo las intenciones de su esposa, mandó al astuto Mercurio a recuperar a la novilla. Éste urdió un plan que no podía fallar: comenzó a tocar una música suave y dulcísima, combinada con cuentos y relatos exóticos hasta que logró que los cien ojos de Argos se fuesen durmiendo uno tras otro. Una vez dormido, le cortó la cabeza y le arrebató la vaca. Hera, al ver esto y para perpetuar el recuerdo del fiel Panoptes, tomó los cien ojos y se los colocó al pavo real en la cola.

            Hagamos un alto en la novela. Observemos este cuadro tan curioso –por lo inusual de su formato-, pintado por Velázquez y que se encuentra en el Museo del Prado. En él vemos a los dos personajes, Argos a la derecha, sin los cien ojos –seguramente el pintor pensó que no merecía la pena pasarse varias semanas pintando párpados y pupilas- y Mercurio, el mensajero, a la izquierda. Los dos tirados por el suelo, no diré como guiñapos, pero sí en actitudes impropias de la nobleza y elegancia que se supone a los dioses. Esto es lo más llamativo de Velázquez: trata a los enanos y a los deficientes con el estilo propio de un dios y, por contra, es capaz de representar a los dioses con aspecto de mendigos o pordioseros. De lo que se deduce que no era muy dado a las mitologías ni a las invenciones literarias y prefería la vida real y la sociedad –no demasiado boyante- de su tiempo. Seguramente por esto, el pueblo ha rebautizado sus cuadros con nombres populares como Los borrachos o Las hilanderas, en vez de sus títulos originales que eran El triunfo de Baco y La fábula de Aracné.

            Sigamos. Por detrás de los dos personajes se pasea la novilla, pastando bucólicamente. Todos recordamos de quién se trata, pero ¿qué fue de ella?

            Hera, viendo frustrado su plan, envió un tábano contra la ternera para incordiarla y ponerla nerviosa. El animal, asustado, echó a correr despavorido, cruzó el mar –que a partir de entonces se llamó Mar Jónico, o sea, de Ío- y llegó hasta Egipto. Allí Júpiter, cansado ya de las correrías de su protegida, devolvió a Ío la forma humana -¡por fin!- con una suave caricia, caricia que aprovechó para dejarla embarazada de nuevo. Y ya van dos. El niño se llamó Épafo y de él surgieron las dinastías egipcias.

            Habréis podido observar que la historia se enreda más que la cuerda de una campana, pero la culpa no es mía, sino de un tal Ovidio que narra todo esto en su libro Las metamorfosis, que trata esencialmente del tema del transformismo y similares.

            Lo cierto es que este folletón nos ha permitido –no me lo negaréis- conocer dos cuadros excelentes, uno de Correggio y otro de Velázquez, con lo que hemos aprendido algo nuevo y ya nos podemos acostar... ¡Buenas noches!


domingo, 13 de septiembre de 2009

ÍO Y JÚPITER I

             Desde luego, Júpiter era un genio del ligue. Por eso no había mujer que se le resistiese. Como era transformista, podía tomar la imagen de quien se le antojase. Y ante eso no hay quien compita. A Leda la fecundó transformándose en cisne, a Dánae en nube de oro, a Dafne en laurel y a Ío en niebla. Menos poético pero no menos eficaz, porque el resultado fue el mismo: niño a la vista.

            Ío era hija del dios Ínaco, que además era un río. La vio el dios de los dioses y se quedó prendado de ella, pasando a ser su conquista un asunto de resolución inminente. Mientras ella tomaba el sol desnuda junto al río, Júpiter bajó en forma de niebla gris y la abrazó, copulando con ella y dejándola embarazada. Difícil es, sin duda, disfrazar a alguien de niebla, pero Correggio, en este magnífico cuadro del Museo de Viena, supo poner a la nebulosa, junto a la de la mujer, una cara sugerida y atenta, además de esa zarpa como de oso que le abraza blandamente la cintura. Pero lo más expresivo está en el rostro de Ío. Aquí sí que no puede decir que la ha pillado por sorpresa. La cabeza echada hacia atrás, los labios entreabiertos, los ojos semicerrados y el cuerpo tenso son códigos con los que el arte, desde antiguo, ha intentado expresar el éxtasis sexual. Por eso levanta la mano derecha como intentando sujetar el vacío. Es el arrobamiento propio del clímax erótico, con gran semejanza con el arrobamiento de Santa Teresa en la escultura de Bernini, aunque en este último se trata de un éxtasis de otra naturaleza más platónica.

            El realismo de la expresión de Ío y lo explícito de la escena en sí debió provocar no poco escándalo en su tiempo y posteriormente. Se cuenta que, ya en el siglo XVIII, Luis de Orleans, hijo de un famoso libertino que además era regente de Francia, compró el cuadro e inmediatamente ordenó su destrucción, asestando él mismo la primera cuchillada a la tela. Un ataque de lujuria pintado provoca, curiosamente, un ataque de ira real. Menos mal que un tal Charles Coypel, director de la galería de palacio, recogió los pedazos y pudo reconstruir el lienzo en su totalidad, excepto la cabeza que tuvo que ser repintada por otro artista.

            ¿Qué expresión vería el tal Luis de Orleans en la mujer del cuadro para tacharlo de pornográfico e intentar hacerlo desaparecer? Correggio, artista de encendida sensibilidad, no veía frontera entre el culmen del amor sagrado y el humano. El éxtasis –ahora lo llaman orgasmo- es similar, sea provocado por un dios imponente o por un simple mortal. La única frontera existe quizás en nuestra cabeza. En realidad, todo se reduce a unas convulsiones y a una agradable sensación de deseo satisfecho. Aunque, tratándose de este artista, lo mejor que surgió de ese instante de éxtasis fue esta misma obra, un desnudo espléndido y una solución ingeniosa a la vez que hermosa para Júpiter y su afán transformista.

            Pero la historia no termina aquí. La diosa Hera, esposa de Júpiter, enterada de la infidelidad –una más- de su marido, mandó apresar a Ío, por lo que el dios, para proteger a su amante, la transformó en vaca, sí, vaca, como suena.

            Y se ha acabado el espacio. El final se queda para la semana que viene...


domingo, 6 de septiembre de 2009

EL NIÑO DE VALLECAS

            Este cuadro de Velázquez expuesto en el Prado de Madrid fue catalogado en un principio como "Una muchacha boba", pero el error fue subsanado en el siguiente catálogo, que lo incluyó como "Retrato llamado el Niño de Vallecas". Hoy día la catalogación es más completa y por ella sabemos que el modelo se llamaba Francisco Lezcano, según unos, o Lazcano según otros. Por el contrario, nadie sabe por qué se le apodó el Niño de Vallecas, bastantes años después de pintado el cuadro.

            Era un bufón de la corte, y su trabajo era animar las fiestas y hacer reír a los cortesanos y a los invitados. Para ello echaba mano tanto de su expresión de mirada perdida cuanto de la cortedad y curvatura de sus piernas, -una de las cuales, la derecha, es más corta y necesita una calza, tara que Velázquez intenta disimular respetuosamente pintándolo sentado. El traje es de corte noble y elegante, pero él lo lleva con el desaliño propio de un deficiente, cuya enorme y desproporcionada cabeza cuesta trabajo mantener erguida. Aun así, el pintor hace de este compendio de errores de la naturaleza una obra de arte.

            Según el doctor Moragas en su estudio sobre los bufones de Velázquez, el modelo "sufre de un cretinismo con oligofrenia y las habituales características de ánimo chistoso y fidelidad perruna". Sostiene en las manos algo parecido a un trozo de pan, o un taco de naipes, o una brocha o un librito –imposible identificarlo- y, sin duda, se lo ha dejado el artista para que se entretenga mientras posa. Cualquier cosa basta para mantener ocupada a una persona incapaz de percibir la realidad de su entorno.

            No sabemos hasta qué punto era consciente de su situación "distinta" a los demás. Sí nos consta que fue ampliamente favorecido por sus señores y que incluso tenía un criado a su servicio. No era, pues, ningún pordiosero y contaba con bienes y posesiones. Tal vez por ello –y porque va a pasar a la inmortalidad, añadimos nosotros- "tiene en su cara una expresión de satisfacción, favorecida por el entornamiento de los párpados y la boca entreabierta, que parece acompañarse del inicio de una sonrisa..."

            Nadie, sin duda, ha pintado a los reyes como el pintor sevillano. Pero hoy día muchos reyes duermen en el arcón del olvido, mientras que los enanos, bufones y deficientes pintados por Velázquez tienen patente de inmortalidad..

            Y la seguirán teniendo mientras haya lo que todos llamamos cultura