viernes, 30 de marzo de 2012

139 / LAS PARANOIAS DE DALÍ


Dalí fue un artista polivalente. Personalmente valoro sobre todas las demás su faceta de dibujante. En este campo fue un artista muy dotado y de una gran altura, sólo superada por su faceta de publicista de sí mismo. El personaje Dalí, según mi entender, se movió a unos niveles muy superiores a los de la persona Salvador Dalí y pudo sostenerse sólo en vida del autor que le daba apoyo. Al morir la persona Salvador Dalí, el personaje Dalí cayó en picado. Teniendo además en cuenta que la persona Salvador Dalí ya había caído en picado unos años antes de su muerte, con ocasión de la muerte de Gala, el auténtico motor y la impulsora tanto del personaje como de la persona. Ambos quedaron huérfanos a la muerte de Gala-Dalí, que es como llamaba Salvador a su esposa.

Lo que es innegable es que fue un artista inquieto, interesado por los avances de la ciencia y de la tecnología, cuyos conceptos aplicó al arte con mayor o menor fortuna: la energía nuclear, las explosiones atómicas, las partículas del átomo, el psicoanálisis y otros avances de la primera mitad del siglo XX son motivos que fueron apareciendo en sus obras con más o menos asiduidad.

También se interesó por los avances del cine, por la imagen estereoscópica y por los efectos ópticos en general. A uno de ellos nos vamos a referir más concretamente en esta entrada que nos ocupa.

La imagen de arriba la encontró Dalí en una tarjeta postal africana y a partir de ella hizo un cuadro que representa a un grupo de indígenas de una tribu sentados ante su cabaña con unos cuantos árboles al fondo. Todo situado en un terreno desértico y con un cielo totalmente despejado. Nada que se salga de lo corriente...

Salvo que, si se cambia el punto de vista –o en el ordenador se pica girar imagen en el sentido de las agujas del reloj- desaparece la figura anterior y aparece en su lugar un rostro de mujer de estilo picassiano. Los árboles pasan a ser cabellera, la cabaña se transforma en rostro y los distintos individuos toman la función de ojos, nariz y boca. Lo de picassiano debe tomarse en sentido amplio.

No pasa de ser un simple juego –al que no creo que se pueda aplicar la categoría de Arte- pero chocante sí que es. A estos juegos de doble imagen fue muy aficionado el pintor catalán (véase la entrada 129) y garantizo que ya hay varios ejemplos esperando el momento de saltar a este blog para sorprender al lector y dar guerra...

Esta obra se llama Rostro paranoico. Y eso es, en efecto, una paranoia más de las muchas que nos dejó el artista de Figueras y Port Lligat…

miércoles, 21 de marzo de 2012

138 / CRUCIFICADO DE FUCHS


El tema del crucifijo ha sido ampliamente tratado por los artistas de todos los tiempos a través de la historia del Arte. Cada uno le ha dado su impronta, adaptando el motivo a su estilo propio y a las modas del tiempo en que lo hizo. Pero el Crucifijo del alemán Ernst Fuchs -Colección privada, Viena- manteniendo en sustancia los mismos elementos que las crucifixiones tradicionales, es radicalmente diferente. ¿Blasfemo, irreverente? No me atrevería a considerarlo como tal, al menos de una forma intencionada. Yo veo en esta obra ante todo un afán por subvertir la iconografía utilizada hasta entonces, sustituyéndola por otra con matices diferentes u opuestos.

El esquema estructural es el clásico. El cuerpo del crucificado hace de eje de simetría y, a uno y otro lado de dicho eje se van repartiendo, en número similar, distintos elementos visualmente equivalentes. A los pies, donde correspondería estar a María Magdalena y a otra de las mujeres, encontramos dos seres rojizos metamorfoseados, extrañas mezclas de miembros -al estilo de las esfinges, las sirenas o las quimeras de la mitología- en actitud de fervorosa oración. La cruz se sumerge en un hueco rodeado por unos muretes de ladrillo, que suponemos puerta a un inframundo donde será posible –visto lo que vemos- encontrar los seres más sorprendentes.

El crucificado –que recuerda, en su extrema delgadez, al de Mathias Grünewald- es una pura exhibición de huesos y piel; luce unas orejas espantosamente grandes y está cómicamente tocado con una mitra episcopal muy desproporcionada. Lo curioso es que no le faltan ni las heridas, ni los latigazos ni las llagas de los pies, grandes y abiertas como bocas sangrantes.

Estamos, sin duda, ante una corriente derivada del Surrealismo. Este estilo necesita mantener en parte la apariencia de realidad para, subvirtiendo algunos elementos del conjunto, provocar un contraste fascinante capaz de “épater le bourgeois” (sorprender a la sociedad burguesa). Fuchs hunde las raíces de su formación en la cultura cristiana –de hecho fue bautizado para poder escapar del Nacionalsocialismo- pero estas raíces las interpreta con absoluta libertad, combinando por igual los principios de la religión y de la magia con las de la mitología y el esoterismo, convirtiendo un acto salvador en una escena con apariencia demoníaca y casi enfermiza.

Una muestra más de que el Arte, si es bueno, no tiene fronteras ni conoce límites. Es lo que es, sin más… ¡Cosas del Arte!

jueves, 15 de marzo de 2012

137 / UN DIBUJO ANIMADO DEL SIGLO XV


Casi cinco siglos antes de la invención del zootropo, del kinetoscopio, del fusil fotográfico de Marey, de la cámara sincronizada de Muybridge y de otros artilugios ideados para simular movimiento por las mentes inquietas del siglo XIX -tiempo en que surgió también el cine como tal-, ya Fray Angélico nos muestra en el siglo XV un intento de representar el movimiento real en fotogramas sucesivos. En mis variadas lecturas he encontrado ensayos similares en el arte mural egipcio –más elementales, por supuesto- y bien conocido para todos es el jabalí de las cuevas de Altamira con ocho patas, con las que pretende huir del estatismo y reflejar, simultáneamente, al menos dos de las posiciones de un animal que corre.

Este cuadro se llama Martirio de San Cosme y San Damián (Louvre, París), hermanos y sanadores ambos en su época y hoy día patrones de los médicos cristianos. En un paisaje de la Toscana –patria del pintor- aparecen los dos santos con sendas túnicas, una azul y otra roja. A la izquierda reza, con los ojos tapados y con túnica amarilla, otro personaje que también espera la muerte. Un velado homenaje a la pintura por medio de los tres colores básicos, capisce?

El verdugo, con el mandoble en ambas manos -de ahí el nombre de la espada-, acaba de decapitar a Cosme y se vuelve para hacer lo mismo con Damián. Pero ahora el pintor se esfuerza en representar con detalle la caída del cuerpo del mártir pues, de derecha a izquierda, vemos cómo, en una primera imagen, el cuerpo se mantiene recto mientras brotan chorros de sangre del cuello; en la segunda se inclina hacia adelante, cayendo como un fardo y en la tercera yace, ya exánime, en tierra. De haber cogido estas tres imágenes la empresa Walt Disney o PIXAR, habrían estructurado, con la incorporación de algunas posiciones intermedias -hoy día encomendadas a los programas informáticos-, el movimiento de un cuerpo inerte en caída hasta llegar al suelo. Al fin y al cabo, la sensación de movimiento real que vemos en el cine se basa esencialmente en un desfile de imágenes sucesivas pero yuxtapuestas que son proyectadas sobre una pantalla a una velocidad de 24 fotogramas por segundo.

Y contando, claro, con una característica de nuestra visión que se llama persistencia retiniana, que hace que los impulsos ópticos permanezcan en la retina una pequeña fracción de tiempo –la veinticuatroava parte de un segundo concretamente- hasta que es sustituida por la siguiente, creando así la sensación de movimiento real...

Curiosamente, Fray Angélico ya intuyó algo de esto hace casi quinientos años. Pero le faltaba la cámara. Lástima, porque ¿te imaginas al león de la Angélico-Goldwin-Mayer en pleno Renacimiento, teniendo de productores a los Médici? ¡Menudo puntazo!

lunes, 12 de marzo de 2012

136 / DOS CUADROS POR EL PRECIO DE UNO


El Simbolismo de finales del siglo XIX y principios del XX nadó en ocasiones en el mar de la paradoja y la contradicción. Por un lado buscaba la espiritualización del cuadro mediante la selección de los temas más etéreos, los ritmos lineales armónicos, las curvas sinuosas y los efectos intencionadamente decorativos. Por otro, contemporáneamente, el Naturalismo literario de Zola y el artístico de Courbet estaban pegando fuerte, empeñándose en resaltar los aspectos más sórdidos del entorno social, la miseria y la incultura de las clases bajas. De esta lucha permanente entre dos realidades contradictorias surge a veces alguna obra que, por su misma indefinición y por los contrastes que engloba, más que un cuadro parecen más bien dos cuadros distintos hechos aparte y posteriormente pegados en un collage imposible.

Este es el caso de la obra de Carlos Swabe “La muerte del sepulturero” (h. 1900, Gabinete de Dibujos del Museo del Louvre, París). La media parte superior es excelente, acorde con el estilo propuesto y con el tema representado. Pero, por contra, la mitad inferior no tiene nada que ver con la de arriba y resulta, temática y pictóricamente, bastante deprimente. Esto no es más que una opinión propia, que paso a comentar a continuación. Veamos:

Rodeada de un ambiente nevado –necesario por otro lado para resaltar la oscuridad de la fosa del primer plano- y bajo las lánguidas ramas de un sauce se encuentra, se supone que en un cementerio, una joven y bellísima imagen de la Muerte. Lleva el pelo recogido en unos escuetos moños laterales y tiene rodeada su frente por una fina cinta –negra, cómo no. Está elegantemente reclinada al borde de la fosa y en su mano derecha sostiene una débil llama –una vida humana- que, de un momento a otro, se va a apagar. Luce a su espalda unas finas alas, negras también, cuyas líneas configuran una elipse –un espacio aislado y autosuficiente- que están a punto de abrazar al anciano, para transportarlo, volando simbólicamente, a las esferas siderales, a la otra vida, al silencio, a la nada...

Todo sutilmente pintado, con gouache y pastel y con una técnica impecable. Las ramas del sauce forman una cortina que sirve para encuadrar la imagen de la Muerte, impidiéndonos fijar la atención en otra cosa que no sea ella misma. La figura de la muchacha, plásticamente encajada dentro de la elipse, tiene los ojos cerrados sobre sí misma y su mano izquierda está a punto de caer sobre la derecha para apagar el pábilo agonizante de la vida. Todo es elegancia, sensibilidad y estilo.

Pero, en la parte inferior, percibimos la presencia del enterrador, un anciano con pelo y barba canosos que, se supone, estaba cavando una tumba que va a resultar la suya. Los tonos claros de arriba, suaves y sugerentes, se convierten aquí en una burda fosa de un único color marrón, monótono y repetitivo, agravado por el absurdo empeño de representar cada una de las piedras y de las hierbas que se va encontrando el anciano al excavar. Éste tiene una pose enfática y teatral e ignoramos si está asombrado ante la aparición o si le está dando un infarto en este preciso momento. Lo que antes era finura y elegancia ahora se ha convertido en zafiedad. Los tonos carne de la muerte, los rosas suaves con reflejos verdosos de la llama son aquí violentas luces y sombras, duras y mal resueltas. El esquema en V que forma el hombre con la azada que deja caer choca frontalmente con la figura de la mujer, por cuanto no hay en todo el cuadro ningún esquema similar que le pueda servir de resonancia visual.

En resumen, un cuadro que podría haber llegado a ser una obra maestra si no llega a pecar contra el primer principio de toda realización artística: el principio de la unidad. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Cosas del Arte…!

jueves, 1 de marzo de 2012

135 / CARAVAGGIO DECAPITADO


El pintor Caravaggio fue un personaje extraño y original. Se llamaba en realidad Michelangelo Merisi y nació en 1571, de familia bien posicionada, pues su padre era arquitecto del marqués de Caravaggio, de quien tomó el pseudónimo. Comienza sus estudios en Milán, luego en Venecia y acaba aterrizando en Roma, donde pasó unos años de penuria y sustentándose “a base de ensaladas”. En la Ciudad Eterna encontró padrinos que lo apoyaron económicamente, consiguiéndole encargos, por lo que pudo realizar, en apenas veinte años, una abundante obra pictórica de calidad superior. En alguna ocasión se vio involucrado en violentas reyertas, a veces con resultado de muerte, por lo que se cree que pasó varios años huyendo de la justicia, además de cortas temporadas en la cárcel. En Nápoles, a consecuencia de una pelea, “fue tan malherido que el rostro le quedó casi irreconocible”. Por fin, estando en Porto Ecole con la intención de regresar a Roma, pierde el barco de vuelta, por lo que “llegado a un lugar de la playa se acostó, enfermo de fiebre maligna y, sin ayuda humana, murió a los pocos días malamente, tan mal como había vivido”. Era el año 1610 y Caravaggio tenía, por tanto, 39 años.

A él se le atribuye la invención de la técnica tenebrista, basada en los contrastes bruscos de luz y sombra, para aumentar el efecto de volumen de las figuras. Fue un pintor muy imitado y tanto Velázquez como Ribera, entre otros muchos, fueron sus discípulos aventajados en este estilo tenebrista, también llamado caravaggista.

Era amante de los temas fuertes, naturalistas y sin concesiones a la blandura ni a la cursilería, lo que motivó que le rechazaran varios encargos que no gustaron a los clientes por ser demasiado “humanos” y, en ocasiones, sangrientos. Por ejemplo, realizó varias obras sobre el martirio de San Mateo -que murió decapitado-, sobre David cuando corta la cabeza a Goliat, sobre Judit sajando con la espada el cuello del general Holofernes, sobre la decapitación de San Juan Bautista y otros, episodios todos con un denominador común. Por lo que se ve, el tema de las decapitaciones le atraía, no sabemos si por el morbo de la sangre chorreando o por la posibilidad de representar los cadáveres con sus expresiones faciales sobrecogidas y patéticas, a consecuencia del rigor mortis.

Pero la cosa toma un nuevo interés cuando se comprueba que aún iba más lejos, pues está demostrado que, en todos los casos, las cabezas cortadas son siempre un autorretrato del mismo pintor, que disfrutaba identificándose con las víctimas, tanto más cuanto más sangrientas aparecían. Sin duda esta obsesión por la muerte violenta tiene algo de relación con esa parte de la vida que pasó huyendo acusado de homicidio y con su propio carácter incontrolado y, en ocasiones, exageradamente violento. En los fragmentos de cuadros que adjuntamos es fácil comprobar estas afirmaciones. Un excelente tema para un estudio psicológico exhaustivo. ¿A alguien le extraña que, según las crónicas, “muriese malamente, tan mal como había vivido”?.

Caravaggio es, por ello, el arquetípico y clásico pintor maldito: vivió intensamente, murió joven y dejó un bonito cadáver. Y yo me pregunto: ¿Qué obra habría dejado –en cantidad y en calidad- si hubiese llegado a vivir, pongamos, setenta años? Se me ponen los pelos de punta…