Claudio
Lorenzale es un
pintor muy poco conocido. Fue un catalán que estudió Arte primero en Murcia y
posteriormente en Barcelona, en la
Escuela de la Lonja. Desde
muy joven quedó deslumbrado por la corriente pictórica llamada de los nazarenos,
cuyos líderes y fundadores fueron los alemanes Overbeck y Cornelius.
El nazarismo
abogaba por la vuelta a un arte romántico con contenidos medievalistas. Sus
temas los sacaban de la Biblia,
de Shakespeare y de las epopeyas literarias de ambiente medieval, como La Jerusalén libertada de Milton u Orlando
furioso de Ariosto. Su estilo, blando y refinado, decadente y
sensibleramente beaturrón, a veces era producto de una re-elaboración
degenerada del arte de Fra Angélico, del Perugino y del mismo Rafael de Sanzio. Pero sin el genio de éstos,
por supuesto.
Los pintores
nazarenos habían asumido un compromiso con la religiosidad católica
y representaban exclusivamente temas piadosos y cargados de misticismo. Yo me
atrevería a decir que fueron la continuación de las obras de Murillo,
pero en malo, sin la técnica apabullante del pintor sevillano, ni su dibujo
intachable, ni su soltura de pincelada, ni tampoco su colorido potente y
resolutivo. También algunas copias de estos artistas, como las del sevillano, llenaron
las casas de principios del siglo XX de insulsas reproducciones rayanas en el kitsch. Me atrevería a decir que lograron
ser un arte pompier de segunda fila y
a la española en muchos casos. Aunque también hubo, sin duda, algunas obras
capaces aguantar el paso del tiempo.
Esta obra de
Lorenzale es una de ellas. Se titula El
invierno y su contenido, al par que simple y escueto, resulta
intrigante. Una figura femenina aparece flotando en el espacio, bajo un cielo
plomizo, sólo roto por un pequeño claro. La figura está totalmente envuelta en
varias prendas de abrigo, holgadas y voluminosas que cubren por completo el
cuerpo femenino, salvo los ojos. Todo lo que esta mujer tiene que decir tiene
necesariamente que expresarlo a través de la mirada. Con esmero se tapa la boca
con el grueso manteo, para evitar que el frío reinante le irrite la garganta.
Imposible percibir una mano, un pie y ni siquiera la forma del contorno del
cuerpo, un hombro o una cadera. Sólo los ojos nos miran interrogándonos y
sugiriéndonos que, para combatir el frío exterior, nada mejor que encender el
fuego interior, el fervor del corazón, el calor de la religiosidad y la
devoción, el volcán de la piedad y el amor a lo divino.
El cielo se
adivina nuboso e inmaterial, encerrado en un óvalo de perímetro
sinuoso. De la figura, aparte de sus ojos profundos, sólo nos llama la atención
el plegado de las telas, de movimiento ondulante, cadencioso y rotundo a la vez.
Estamos en
presencia del símbolo en estado puro y, ante él, únicamente nos queda el
asombro sostenido y el silencio espectante. Cosas del Arte. ¡Ah! Y el título
de este post es cosa de Shakespeare,
el gran don Guillermo…
Una imagen llena de misterio que me atrae. Tiene mucho poder de sugerencia. También es interesante conocer a esos "nazarenos". Saludos,
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