San
Sebastián era un
joven romano que, en tiempos del emperador Diocleciano -siglo III d. C.- pronto
fue tocado por la nueva fe revolucionaria –el cristianismo- que estaba
surgiendo en el Imperio. Hizo la carrera militar y llegó a ostentar un cargo, de
centurión o similar, teniendo por ello soldados bajo su mando. Aprovechando
esta ventaja, puso todo su empeño en propagar las nuevas creencias entre sus
subordinados y llegó a convertir a muchos. Hasta que el emperador se mosqueó y
mandó que fuera asaeteado por sus mismos soldados.
Así lo
pintó el valenciano José de Ribera en el cuadro de arriba: joven –con toda
una vida por delante-, hermoso –no en vano le han llamado el Apolo cristiano-,
con el torso desnudo y con dos flechas clavadas en los costados. El vello
incipiente en barbilla y pecho resalta aún más su aspecto varonil y su
atractivo. Esta iconografía, que en otra época pudo parecer excesiva, y la
expresión de éxtasis del personaje han propiciado que, en la actualidad, sea un
icono indiscutible y un símbolo claro para el lobby homosexual. Un cuerpo deseable expuesto a la
contemplación por medio del Arte y sus códigos ha conseguido este extraño
fenómeno.
Pero San Sebastián
no murió asaeteado ni, por supuesto, acaba aquí la película.
Una devota
viuda romana llamada Irene –luego Santa Irene, nombre que significa paz- se
llevó el cuerpo -casi cadáver ya- a su casa, fue arrancándole las flechas una a
una y curándole las heridas con esmero hasta la completa recuperación del Santo.
Este es el momento elegido por Georges de la
Tour, el pintor de la luz, para el motivo del segundo
cuadro que adjuntamos. Sebastián yace en el suelo, en estado comatoso,
mientras la viuda y tres amigas más se aprestan a iniciar los cuidados que
harán posible su rehabilitación. Irene lleva en su mano derecha una antorcha que
ilumina la escena, creando unos contrastes fascinantes de luz y de sombra.
Esta es la
marca de la casa de de la Tour
en los escasos cuadros de su época de madurez: un único foco de luz crea zonas
intensamente iluminadas, yuxtapuestas a otras revestidas de la más profunda
oscuridad. Con este juego alternante de sombras y luces va modelando los
miembros de las figuras, manos y rostros sobre todo, así como los volúmenes y
los pliegues de los vestidos, normalmente de colores limpios e intensos. Véase,
si no, el negro aterciopelado
con que se viste Santa Irene, tan apropiado para su
estado de viudedad y, a la vez, tan elegante. O los tirabuzones que le cuelgan sobre los hombros a la joven con la antorcha, en un
detalle de coquetería extrema. Curiosamente, y en concordancia con las costumbres
reinantes, las jóvenes solteras como ésta no cubrían su cabeza ni escondían su cabello, que se nos muestra sin pudor alguno en toda su hermosura y feminidad,
resaltados ambos por la intensa luz de la tea ardiente.
¿Y cómo acabó
esta historia? Pues resultó que el Santo, tan pronto como se vio con
fuerzas, volvió a entrar al trapo y se enfrentó por segunda vez al gobernador
romano de turno, quien mandó que fuera azotado y golpeado hasta la muerte. Esta
vez sí falleció y su cuerpo fue sepultado por los cristianos en la catacumba
que luego tomó su nombre, sita en la misma Roma.
Corría el año
288 de la era cristiana. San Sebastián fue más tarde nombrado protector contra
la peste y otras enfermedades similares. Pero lo más importante es que su
efigie ha impulsado la creación de innumerables obras de Arte tan hermosas como éstas...
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