lunes, 30 de enero de 2012

130 / UN MENÚ VEGETARIANO


Como todo el mundo sabe, el Barroco es una época de contrastes. Durante este periodo conviven artistas tan dispares como Velázquez y Rubens, con concepciones opuestas sobre los dioses y los hombres. En efecto, se dice que Rubens trata a los hombres –a los nobles y adinerados, claro- como si fuesen dioses y que Velázquez trata a los dioses como trataría a los pordioseros de un barrio del extrarradio. Yo, puestos a elegir, me quedo sin dudarlo con Velázquez, el pintor de lo cotidiano, parco y contenido hasta en las capas de pintura que aplicaba sobre el lienzo, tan finas que después han dado lugar a sus famosos pentimenti –arrepentimientos- (ver entrega 53).

El cuadro que encabeza esta entrega es de esta escuela. En él se da la escasez como prototipo, la austeridad como estilo y el menú vegetariano como plato único: un troncho de cardo y cuatro zanahorias en montón. Por no tener, no tiene ni una mesa y se ve obligado a colocar la comida sobre la repisa de una ventana. Claro que sobre una mesa jamás se crearía ese juego de sombra profunda que lo rodea todo y lo envuelve con un halo de misterio. Ello es sólo posible en una ventana de la que sólo vemos el hueco. Estamos ante el grado máximo de minimalismo: la ventana ha dejado de existir y de ella sólo ha quedado el hueco y la sombra correspondiente, que llena el vacío.

El autor se llama Juan Sánchez Cotán, y es monje cartujo en el Monasterio del Paular (Madrid). Pertenece a la recia estirpe de los barrocos españoles, de los susodichos Velázquez, Ribera, Zurbarán, Alonso Cano y algunos otros, en los que lo menos es más y lo poco se hace mucho. Ya pintaba antes de entrar en religión, pero no se atrevía con las figuras humanas por considerarse incapaz de plasmarlas debidamente en el lienzo y comenzó a pintar pequeños bodegones de verduras corrientes, de las de mercado. Con ellas –cultivadas por los mismos monjes en el huerto del monasterio- se hacen unas sopas ligeras y sabrosas. Ellas son la base de la alimentación diaria de estos monjes de clausura que han hecho de la oración, del trabajo manual y del silencio la razón de ser de su vida.

Cuando se traslada a la Cartuja de Granada, ya tiene claro para qué ha venido a este mundo y cuál es la misión que Dios le tiene encomendada: captar la excelencia de las cosas mínimas, sencillas y cotidianas y representarlas con toda fidelidad. La pella de cardo alcanza en sus obras la categoría de símbolo y de obra de arte y por eso la pinta con frecuencia. Al envolver los objetos en oscuridad nos obliga a fijarnos en la serena belleza de las cosas más simples que fabrica la naturaleza a partir de una simiente y con sólo tierra y agua. Con ellas el suelo modela las hojas de cardo, sus estrías levemente sonrosadas y sus nerviaciones de fibra. Con ellos esculpe la forma cónica de cada zanahoria, repartiendo aquí y allá pequeñas grietas y matizando la superficie con colores suaves que van del violeta intenso al naranja pálido. Imposible decir más con menos.

Es hermoso, es sencillo y, además, ¡es tan real...!

1 comentario:

  1. Muchas gracias, Ignacio, por tu labor divulgativa, mostrándonos tantas maravillas desconocidas para los mortales, aficionados o no al arte.

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