martes, 7 de febrero de 2012

131 / SALOMÉ: ESTA MUJER ME MATA…



Salomé fue un personaje paradigmático en los periodos del Simbolismo y el Modernismo, tanto entre los escritores como entre los artistas. Al ponerse de moda el mito de la mujer fatal la femme fatale, la dominatrix- que disfrutaba torturando al sexo opuesto, en resumen, la devoradora de hombres, este personaje tomó en el Arte un puesto en primera fila por derecho propio.

El argumento procede del evangelio de San Mateo, capítulo 14, y cuenta que Salomé, hija de Herodías -amante a su vez de Herodes Agripa-, tras un banquete bien regado de alcohol bailó ligerita de ropa de forma tan apasionada que el monarca, movido por el vino y el deseo, le aseguró que le daría lo que pidiese. La chica –una perversa “lolita” en toda regla-, aconsejada por su madre, quiso como única recompensa la cabeza de Juan Bautista cortada y puesta en una bandeja. Este argumento fue inspiración para importantes obras teatrales, como la de Oscar Wilde, novelas como la de Flaubert, poemas sinfónicos como el de Richard Strauss, paroxísticas películas como la de Carmelo Bene y, por supuesto, de gran cantidad de cuadros y esculturas.

Gustave Moreau, solterón empedernido que vivió en dependencia afectiva de su madre hasta muy mayor, sintió una atracción especial por el morbo de esta historia y la pintó varias veces. En el cuadro de arriba, La aparición, del Museo Gustave Moreau de París, vemos a la bailarina casi desnuda que con su mano conjura, mientras baila, la aparición de la cabeza cortada del Bautista. Moreau, además de misógino, era un gran amante de lo esotérico y también de lo exótico, como se puede ver en la arquitectura deslumbrante y en los atuendos de los personajes. Salomé lleva los tobillos y los brazos llenos de collares y ajorcas, siguiendo la moda de las prostitutas de ese tiempo. Tras ella está el rey y Herodías, madre de la muchacha, ataviados al estilo fenicio, mientras un extraño ídolo hindú preside la escena en el retablo del fondo. Todo el cuadro produce el efecto de una visión provocada por el consumo de opio. Y, para terminar de arreglarlo, el escritor Huysmans se refiere a esta obra como impulsora de “oscuras oraciones y de insidiosas llamadas al sacrilegio y al estupro, a la tortura y al asesinato”. Casi nada...

Muy distinta es la versión que nos ofrece en el dibujo de al lado Edvard Munch. Éste, poco amante de los exotismos y de las historias bíblicas o mitológicas, nos presenta en esta litografía una Salomé de su tiempo –por supuesto con el rostro de femme fatale- satisfecha de sí misma que, enredada en su larga cabellera, luce como un trofeo la cabeza del hombre. Desechada la anécdota de que esa cabeza pertenezca a Juan Bautista, representa la cabeza de todo un género, el hombre –con mirada medrosa y expresión apagada, como falto de fuerzas, vampirizado- para el que el género femenino es sólo un motivo de tortura y de humillación. El pintor sentía hacia la mujer atracción, rechazo y miedo por igual, debido a la muerte prematura de su madre y de su hermana, hechos fatídicos que lo marcaron para siempre. Por eso se representa a sí mismo –mejor su propia cabeza cortada- como víctima irremisible de una sonrisa diabólica y de una cabellera –las de Salomé- que era para él un elemento erótico y fetichista de primer orden.

Ambos artistas, Moreau y Munch, cada uno desde su propio estilo, veían a la mujer como castradora y vampirizadora de las fuerzas del hombre y de su inspiración. Y así les fue. Sólo la medicina del Arte les salvó del desastre…

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