Como todo el mundo sabe, el Barroco es una época de contrastes. Durante este periodo conviven artistas tan dispares como Velázquez y Rubens, con concepciones opuestas sobre los dioses y los hombres. En efecto, se dice que Rubens trata a los hombres –a los nobles y adinerados, claro- como si fuesen dioses y que Velázquez trata a los dioses como trataría a los pordioseros de un barrio del extrarradio. Yo, puestos a elegir, me quedo sin dudarlo con Velázquez, el pintor de lo cotidiano, parco y contenido hasta en las capas de pintura que aplicaba sobre el lienzo, tan finas que después han dado lugar a sus famosos pentimenti –arrepentimientos- (ver entrega 53).
El cuadro que encabeza esta entrega es de esta escuela. En él se da la escasez como prototipo, la austeridad como estilo y el menú vegetariano como plato único: un troncho de cardo y cuatro zanahorias en montón. Por no tener, no tiene ni una mesa y se ve obligado a colocar la comida sobre la repisa de una ventana. Claro que sobre una mesa jamás se crearía ese juego de sombra profunda que lo rodea todo y lo envuelve con un halo de misterio. Ello es sólo posible en una ventana de la que sólo vemos el hueco. Estamos ante el grado máximo de minimalismo: la ventana ha dejado de existir y de ella sólo ha quedado el hueco y la sombra correspondiente, que llena el vacío.
El autor se llama Juan Sánchez Cotán, y es monje cartujo en el Monasterio del Paular (Madrid). Pertenece a la recia estirpe de los barrocos españoles, de los susodichos Velázquez, Ribera, Zurbarán, Alonso Cano y algunos otros, en los que lo menos es más y lo poco se hace mucho. Ya pintaba antes de entrar en religión, pero no se atrevía con las figuras humanas por considerarse incapaz de plasmarlas debidamente en el lienzo y comenzó a pintar pequeños bodegones de verduras corrientes, de las de mercado. Con ellas –cultivadas por los mismos monjes en el huerto del monasterio- se hacen unas sopas ligeras y sabrosas. Ellas son la base de la alimentación diaria de estos monjes de clausura que han hecho de la oración, del trabajo manual y del silencio la razón de ser de su vida.
Cuando se traslada a la Cartuja de Granada, ya tiene claro para qué ha venido a este mundo y cuál es la misión que Dios le tiene encomendada: captar la excelencia de las cosas mínimas, sencillas y cotidianas y representarlas con toda fidelidad. La pella de cardo alcanza en sus obras la categoría de símbolo y de obra de arte y por eso la pinta con frecuencia. Al envolver los objetos en oscuridad nos obliga a fijarnos en la serena belleza de las cosas más simples que fabrica la naturaleza a partir de una simiente y con sólo tierra y agua. Con ellas el suelo modela las hojas de cardo, sus estrías levemente sonrosadas y sus nerviaciones de fibra. Con ellos esculpe la forma cónica de cada zanahoria, repartiendo aquí y allá pequeñas grietas y matizando la superficie con colores suaves que van del violeta intenso al naranja pálido. Imposible decir más con menos.
Es hermoso, es sencillo y, además, ¡es tan real...!
Muchas gracias, Ignacio, por tu labor divulgativa, mostrándonos tantas maravillas desconocidas para los mortales, aficionados o no al arte.
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