viernes, 16 de diciembre de 2011

125 / DOBLES PINTURAS


El caso del pintor catalán José María Sert es muy curioso. En 1926 empezó la decoración de las paredes de la Catedral de Vich, tarea que le ocupó tres años. Al poco tiempo, al inicio de la Guerra Civil Española, la Catedral fue incendiada y las pinturas destruidas por completo, salvo unas pequeñas muestras que quedaron como comprobación de su existencia.

Pues bien, apenas acabada la guerra en 1939 y comenzada la restauración del templo, el pintor comienza a plantearse otra serie de pinturas, en un proyecto más ambicioso aún que el primero, que le duró hasta 1945; por suerte, esas sí que podemos verlas todavía hoy. Yo al menos tuve la fortuna de plantarme ante ellas y disfrutarlas hace unos años.

La impresión fue muy fuerte, de esas que te hacen empequeñecerte ante la magnitud de la obra y de la idea; ante la valentía de un pintor capaz de enfrentarse a tantos metros de pared y conseguir llevar a cabo algo coherente sin morir en el intento. Bueno, esto último no puede afirmarse del todo en el caso de Sert, pues murió el mismo año en que acabó sus pinturas, con 71 añitos a la espalda y agotado por el esfuerzo. Al visitar la catedral tuve una sensación parecida a la que, años más tarde, me asaltó cuando entré en la Sixtina y levanté la cabeza para ver el techo de Miguel Ángel y el Juicio Final. No es que yo quiera comparar un artista universal con un pintor considerado regionalista, pero el efecto de grandiosidad que te hace parecer como un enano –el síndrome del David lo llaman ahora- es parecido. Además, la temática es similar: Miguel Ángel da un repaso a la historia humana desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos, centrándose en la etapa anterior a Jesucristo. Sert es más anárquico: toca de pasada el pecado original –imagen de arriba-, la historia de Caín y Abel y salta a la pasión y muerte de Jesús –imagen adjunta-, para luego regodearse en el martirio de los apóstoles y discípulos.

Pero lo más impresionante es el efecto de conjunto. Cada escena está enmarcada por unos inmensos cortinajes rojos simulando terciopelo. Sobre fondos arquitectónicos se mueven infinidad de personajes en actitudes escorzadas y violentas, subiendo y bajando por andamiajes o escaleras, como enjambres u hormigueros. Se diría que los acontecimientos han convocado al mundo entero. Aquí y allá pululan individuos que llevan instrumentos –llaves, bastones, martillos, tablones, escalas...- de tamaño descomunal y que se entregan a su trabajo con ahínco y pasión. Esto les inocula un movimiento que recuerda de nuevo a los jóvenes desnudos –los ignudi- de Miguel Ángel en la Capilla de Roma. Es una auténtica exhibición de las numerosas y variadas posturas que puede adoptar el cuerpo humano gracias a sus articulaciones.

Otro detalle de premio es la técnica pictórica. Los murales fueron realizados sobre tela en París y luego pegados a las paredes de la Catedral. Previamente Sert había dado a las telas una capa homogénea de color dorado sobre el que, como si de una simple aguada se tratase -¡pero qué aguada!-, fue trabajando los motivos con óleo de color sepia muy licuado. Después se divirtió quitando la pintura húmeda con trapos, o con la mano, arañando y añadiendo capas y capas de veladuras hasta conseguir los contrastes de luz y sombra que tanta animación visual dan al conjunto.

Estas pinturas de Vic no son tan famosas como las de la Sixtina, y con razón. Pero merece la pena verlas, al menos una vez, para hacerse una idea de lo que es capaz de hacer un hombre con habilidad y entusiasmo...

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