jueves, 1 de diciembre de 2011

123 / EL BESO DE LOS AMANTES





Pocas veces un dibujo consigue expresar tanta pasión con unas escasas líneas y algunas manchas. Sobre un papel de color marrón claro, Théodore Géricault, el pintor de la famosa Balsa de la Medusa (entrega 88) que tanta polémica suscitó en su tiempo, ha trazado unas suaves líneas con sanguina –una especie de tiza de color rojizo- difuminándolas en algunas partes con el dedo y dejándolas en otras tal cual. Ya están los volúmenes definidos, los dos cuerpos situados en postura acrobática, los labios de ambos juntos y los brazos rodeándose mutuamente. Pero ¿y la luz?


Entonces el artista coge un tubo de témpera blanca, pone un poco de pasta en un recipiente y la disuelve con agua. Después de pensar un rato, se decide a aplicarla en los sitios que considera apropiados: una pasada sobre el cuello de él, otra sobre el pecho de ella, en la cintura, en el muslo y en la tela que le cubre las piernas. Una pincelada ancha y suave sobre la sábana de la cama y otro tanto sobre la almohada. En el brazo derecho de él y en el izquierdo de ella; y, por fin este toque final sobre la rodilla del hombre, que desciende por la pantorrilla sin llegar al tobillo.

No está mal, pero aún no es suficiente. Vuelve a mojar en la témpera blanca, que esta vez está más pastosa, menos diluida y presenta un blanco fulgurante. Un par de toques en el hombro del hombre y en su brazo; unas pinceladas sueltas sobre el pecho y el hombro izquierdo de ella, respetando la zona de sombra por el efecto de volumen. Luego la cadera y la tela de las piernas, esta vez a pinceladas verticales para simular los pliegues del tejido. Sobre la sábana no, porque debe verse en un segundo plano, pero sí en la almohada; apenas unos trazos que definan las arrugas. Y, como en la pasada anterior, un leve retoque en la pierna del joven.

Las caras ni tocarlas, porque supone tener que insinuar los rasgos y es mejor dejar los dos rostros en penumbra. Así tiene más misterio y mucho más morbo. Tampoco interesa que el pelo de la mujer resalte demasiado, sino que se funda suavemente con el fondo. Para acabar, unos toques de negro carbón bajo los cuerpos, justamente en los pliegues de la sábana que arrastra ya que, aunque sabemos que es blanca, queda perdida en la sombra y apenas insinuada. Ahora sí. ¡Perfecto!


Seguramente sucedió de esta forma o similar. La obra tiene apenas el tamaño de un folio y el papel no es nada especial, un simple papel de envolver. Pero raras veces hemos podido percibir tanta pasión y tamaño arrebato en el arte. Sin escenarios, sin columnas ni salones, ni paisajes de fondo. Sólo una escueta habitación en la que se encuentran los cuerpos ardorosos de los amantes y una sencilla cama en la que se libran las batallas más fogosas.

Al final nadie queda derrotado y ambos salen vencedores. Sudorosos y agotados, pero felices...

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