viernes, 17 de junio de 2011

102 / EL SACRIFICIO DE UN HIJO


Este cuadro se titula El sacrificio de Isaac (Colección Thyssen, Madrid) y lo pintó Giovanni Battista Piazzetta. La escena, sacada de la Biblia, está resuelta cromáticamente sólo en colores ocres y marrones, consiguiendo así crear un extraño ambiente entre fantasmagórico y mágico. La historia cuenta que Abraham, cuyo hijo Isaac le nació siendo él ya muy entrado en años, recibió de Dios la orden de sacrificarlo en el monte. Parece cruel -y de hecho lo es- pero al final respiramos tranquilos al comprobar que sólo se trataba de un simulacro para poner a prueba su obediencia.

El esquema compositivo que se puede ver adjunto también está lleno de sugerencias. Comenzando por la cabeza de Isaac (1), que tiene los ojos replegados sobre sí mismo, su mirada casi ciega nos conduce como una flecha a la mano de Abraham con el cuchillo (2), para después deslizarse por el brazo del anciano (3), en un itinerario quebrado que nos lleva de nuevo a su cabeza (4). Una vez allí, sus ojos nos incitan a dirigirnos a la cabeza del ángel (5) que, de nuevo con su mirada y con el vector visual de su brazo, nos devuelve al punto de partida. Puede verse la curiosa forma que dibuja este itinerario.

Nada, sin duda, está fuera de su sitio.

Cada figura y cada parte de ellas actúa exactamente para invitarnos a este recorrido por el cuadro, tal como tenía planeado in mente Piazzetta. En el triángulo isósceles que forman las tres cabezas –la de Abraham, la de Isaac y la del ángel- se concentran las claves de este misterio que, aparentemente, parece una salvajada propia de la tribu más primitiva: Abraham mira hacia Dios, ansioso por cumplir lo que le dice; el ángel mira a Abraham, conminándole a detenerse en lo que va a hacer e Isaac mira, lógicamente, al cuchillo, si bien lo hace con mirada valiente y resignada.

Menos mal que, por un milagro del cielo, apareció por allí un cordero que vino a sustituir al muchacho como víctima del sacrificio. Así todos contentos: padre e hijo se abrazaron afectuosamente como si se acabaran de conocer; el ángel volvió al cielo donde se vive divinamente y Dios quedó satisfecho al ver la obediencia de su siervo.

El único que pagó los platos rotos vino a ser el cordero. Justo el que menos culpa tenía, ya que sólo pasaba por allí. Ya lo dice el refrán: Para triunfar hay que estar en el sitio justo y en el momento justo. Lo mismo que para morir…

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