domingo, 26 de diciembre de 2010

81 / EL ENANO DE VELÁZQUEZ


El título no quiere sugerir –¡Dios me libre!- que Velázquez fuera un enano, ni mucho menos. En pintura era un gigante. Sólo se refiere a que él mismo en persona pintó en este retrato a un enano de la corte de Felipe IV y que ese enano se llamaba Don Sebastián de Morra. Tal personaje estuvo un tiempo en Flandes y, a su regreso a Madrid, entró como sirviente del Príncipe Baltasar Carlos. En la corte recibía tratamiento de “don”, tenía sus propios criados y resultó ser de aúpa, pues parece que se ligó a la mujer del por entonces aposentador real, fémina que estuvo a punto de morir a manos de su astado marido en un episodio temprano de violencia de género. El mismo médico Don Gregorio Marañón confirma este rumor, diciendo de él que “esta clase de enanos suelen ser muy lujuriosos, mientras los demás no tienen aptitud alguna para ese tipo de aventuras amorosas”.

Este hombre padecía acondroplasia, una enfermedad que afecta a los huesos largos del cuerpo, que tienen cartílagos de crecimiento. Dichos cartílagos se osifican prematuramente y el crecimiento cesa antes de lo debido. La enfermedad conlleva también una frente poderosa y una nariz achatada, además de las manos en tridente, con todos los dedos de la misma longitud. Todo ello no es óbice para que su mirada sea orgullosa y desafiante.

Velázquez trata a los enanos y disminuidos de la Corte con un respeto exquisito y procura disimular sus defectos y deformidades. Por eso a Don Sebastián lo pone de frente y sentado, con lo que pasan inadvertidas su piernas cortas y palpablemente arqueadas. Por eso hace que cierre los puños, obviando así sus extraños y deformes dedos. Por eso también lo viste con ropajes púrpura y oro y lo adorna con puños y cuello de encaje fino, logrando de esta forma que el brillante colorido solape la cortedad de los brazos.

Y una curiosidad final: Dalí, unos años antes de morir, pintó su propia versión del enano de Velázquez. Lo sitúa en un entorno cortesano –infantilmente cortesano- y le pone en hombros, cabeza y manos sendos huevos fritos, siguiendo con su afán de épater le bourgeois por encima de todo. De una ventana del palacio, y cogida con un imperdible a la manga derecha, sale una larguísima cuchara cargada de sopa que llega hasta el primer término. Firma como Gala-Dalí.

Pero Gala ya ha muerto y Dalí está ya perdido y huérfano. El resultado no puede por menos que ser patético. Ganas me están entrando de llorar. ¡Buaaaaa...! Lo siento. No puedo evitarlo…

end


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