viernes, 17 de julio de 2009

EL ESPEJO ROTO

El ingeniero francés Alexandre G. Eiffel levantó su famosa torre para la Exposición Internacional de París de 1889, montando un inmenso mecano que desde el primer momento fue motivo de polémica en los círculos intelectuales y artísticos de la ciudad del sol. El pintor Robert Delaunay, unos años más tarde, la destruye plásticamente en esta obra, que está encuadrada dentro lo que él mismo denomina su époque destructive. La representó más de treinta veces desde 1909 y experimentó con ella -como los cubistas estaban por entonces haciendo con los objetos de uso cotidiano-, "analizándola, recreándola, coloreándola y destruyéndola a placer".

Pues, en efecto, en su conjunto el cuadro semeja claramente la imagen de la inmensa torre reflejada en un espejo que ha sido hecho pedazos y reconstruido con posterioridad. Los ritmos lineales muestran a las claras las juntas de unión de unos trozos con otros, tras el esfuerzo inútil de rehacer un objeto de por sí puro, brillante y perfecto que, si se rompe, deja de cumplir en gran parte la función para la que ha sido fabricado. No fue ésta, con toda seguridad, la intención del artista -que hablaba sólo con líneas y colores-, pero el ingenio y la osadía nos permiten inventar referencias atrevidas y hasta imposibles.

La pregunta surge irremisiblemente: si se quiebra el espejo, ¿se rompe también la imagen reflejada? Y la rotura de ésta, ¿influye de alguna forma en el sujeto que se mira? ¿Qué parte del mirón se fragmenta o se desgaja a consecuencia de la rotura de su otra realidad especular? El espejo, que diariamente nos hace subir o bajar la autoestima, fue letal para Narciso y la causa última de su muerte enamorada. Se miró en él y lo que vio fue su propia muerte. Al expirar Narciso murió también su reflejo, que acabó descendiendo río abajo hasta el mar, encadenado como estaba de forma inexorable al brillo de la misma corriente que le dio la existencia.

La torre Eiffel, en cambio, por mor del ingenio y la sensibilidad de Delaunay y con la complicidad del espectador, se quiebra, se autodestruye y –como el Ave Fénix- renace a otra dimensión superior, la artística, pasando de ser obra de ingeniería a ser obra de arte. Sin duda alguna gana en el cambio. Su imponente imagen de acero distingue y simboliza a una ciudad, París, a los ojos de los turistas del mundo entero; su imagen plástica respira elocuencia y grita desde las paredes del Art Institute de Chicago en el lenguaje de las formas y los colores, provocando sugerencias de placer estético y de sensibilidad en los espectadores que acuden a verla. Ambas imágenes se necesitan y, con el tiempo, llegan a ser inseparables. Son iconos gemelos de una realidad que percibimos, no a uno, ni a dos, sino a innumerables niveles visuales.

Y todos nos hablan al mismo tiempo…

 

 


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