Se decía por entonces -mediados del siglo XIX- que el suicidio estaba de moda y que
era degradante que una persona que tenía auténtico espíritu romántico muriese
en la cama, rodeado de su esposa, hijos y demás familiares. ¡Qué vulgaridad!
¡Qué falta de poesía y de romanticismo! Ese es un final destinado
sólo a los burgueses, a los banqueros y a otros dedicados al lucro y a la vida
prosaica. Los artistas, poetas, pintores y músicos, necesitan y anhelan tener
una vida corta, una muerte rápida y dejar un bonito cadáver. Así lo prescribió Goethe
en su novela Werther,
creando en ella el prototipo del suicidio por amor. O, mejor dicho, por desamor.
Este tópicazo del Romanticismo es el que el pintor del siglo XIX Leonardo Alenza quiso criticar, hasta llegar a la ridiculización, en estos dos cuadros titulados ambos Suicidio romántico. Alenza fue un artista de estilo
suelto y desenfadado que, llevado por su tendencia al realismo -heredada de su
maestro Goya-,
encontró en los excesos románticos un filón para dar rienda suelta a su vena
satírica y a sus habilidades como ilustrador y caricaturista. En efecto, la
caricatura y la sátira gráfica llegaron a ser, durante la segunda mitad del
XIX, una auténtica pintura de género.
Ambos cuadros son
muy parecidos y los dos aluden a lo mismo. Uno, el de arriba, nos
sitúa al borde de un precipicio al que acude el “panoli” despechado que,
torturado por los fantasmas del desamor mientras yace en su lecho, decide
levantarse para, sin darse tiempo siquiera a quitarse el camisón de dormir,
acabar con su vida. Su cuerpo es enjuto y sus piernas muy delgadas como corresponde al arquetipo del
caballero romántico. Se arroja al abismo al tiempo que se clava con la mano
derecha un puñal en el costado, no sea que alguno de los dos métodos falle. El
pintor le propone, en la parte izquierda del cuadro, otros métodos para suicidarse:
el ahorcamiento de la rama de un árbol, recurso limpio y eficaz que sólo
precisa de una cuerda –siempre que se disponga de un árbol, claro- y el disparo en el
pecho, igualmente efectivo, pero con el inconveniente de que lo deja todo perdido de
sangre. Poco ecológico, diríamos ahora.
A un lado
deja el suicida su-espada-para-lavar-ofensas-en-los-duelos, su pluma y sus legajos -entre
los que, por supuesto, ha escrito una novela de lo más romántica- y una carta
para el juez explicando las razones de su viaje al más allá.
La otra
imagen tiene detalles similares, pero esta vez está situada en el cementerio,
donde un
“jovencito” ya entrado en años está a punto de descerrajarse un tiro
en pleno gaznate, ante la presencia ausente de una “jovencita”, también entrada ya en años,
que lleva en sus manos un libro de poemas y la típica corona de laurel medio
seco que aguarda a los que mueren por amor. Ambos bajo la mirada atenta de la
lechuza, animal romántico donde los haya. El resto de objetos, la espada, los
libros, el tintero, etc., son prácticamente los mismos del cuadro anterior.
Ya lo decían
los literatos de la época: En una buena novela del Romanticismo nunca pueden faltar
una o dos escenas de cementerio, una lechuza misteriosa, un duelo con sangre,
un envenenamiento, un panteón con letras grabadas en mármol y una buena
tormenta de rayos y truenos.
Y a la hora de morir, que sea por tuberculosis si se trata de damas, o por un elegante
suicidio si hablamos de caballeros. Pero
¿morir tranquilito en la cama, con velas y entre rezos? ¡Vade retro, Sátana!
¡A quién se le ocurre! ¡Faltaría plus…!
Hola. Me interesó mucho lo que escribes en el primer párrafo de esta entrada. Me podrías orientar en dónde hallaste exactamente la información que pones en esa parte? Mi nombre es Sergio Estrada, mi correo es serestrey@hotmail.com
ResponderEliminarSoy historiador y escribo la biografía de un pintor mexicano de la segunda mitad del siglo XIX que se suicidó.
De antemano gracias.