lunes, 12 de marzo de 2012

136 / DOS CUADROS POR EL PRECIO DE UNO


El Simbolismo de finales del siglo XIX y principios del XX nadó en ocasiones en el mar de la paradoja y la contradicción. Por un lado buscaba la espiritualización del cuadro mediante la selección de los temas más etéreos, los ritmos lineales armónicos, las curvas sinuosas y los efectos intencionadamente decorativos. Por otro, contemporáneamente, el Naturalismo literario de Zola y el artístico de Courbet estaban pegando fuerte, empeñándose en resaltar los aspectos más sórdidos del entorno social, la miseria y la incultura de las clases bajas. De esta lucha permanente entre dos realidades contradictorias surge a veces alguna obra que, por su misma indefinición y por los contrastes que engloba, más que un cuadro parecen más bien dos cuadros distintos hechos aparte y posteriormente pegados en un collage imposible.

Este es el caso de la obra de Carlos Swabe “La muerte del sepulturero” (h. 1900, Gabinete de Dibujos del Museo del Louvre, París). La media parte superior es excelente, acorde con el estilo propuesto y con el tema representado. Pero, por contra, la mitad inferior no tiene nada que ver con la de arriba y resulta, temática y pictóricamente, bastante deprimente. Esto no es más que una opinión propia, que paso a comentar a continuación. Veamos:

Rodeada de un ambiente nevado –necesario por otro lado para resaltar la oscuridad de la fosa del primer plano- y bajo las lánguidas ramas de un sauce se encuentra, se supone que en un cementerio, una joven y bellísima imagen de la Muerte. Lleva el pelo recogido en unos escuetos moños laterales y tiene rodeada su frente por una fina cinta –negra, cómo no. Está elegantemente reclinada al borde de la fosa y en su mano derecha sostiene una débil llama –una vida humana- que, de un momento a otro, se va a apagar. Luce a su espalda unas finas alas, negras también, cuyas líneas configuran una elipse –un espacio aislado y autosuficiente- que están a punto de abrazar al anciano, para transportarlo, volando simbólicamente, a las esferas siderales, a la otra vida, al silencio, a la nada...

Todo sutilmente pintado, con gouache y pastel y con una técnica impecable. Las ramas del sauce forman una cortina que sirve para encuadrar la imagen de la Muerte, impidiéndonos fijar la atención en otra cosa que no sea ella misma. La figura de la muchacha, plásticamente encajada dentro de la elipse, tiene los ojos cerrados sobre sí misma y su mano izquierda está a punto de caer sobre la derecha para apagar el pábilo agonizante de la vida. Todo es elegancia, sensibilidad y estilo.

Pero, en la parte inferior, percibimos la presencia del enterrador, un anciano con pelo y barba canosos que, se supone, estaba cavando una tumba que va a resultar la suya. Los tonos claros de arriba, suaves y sugerentes, se convierten aquí en una burda fosa de un único color marrón, monótono y repetitivo, agravado por el absurdo empeño de representar cada una de las piedras y de las hierbas que se va encontrando el anciano al excavar. Éste tiene una pose enfática y teatral e ignoramos si está asombrado ante la aparición o si le está dando un infarto en este preciso momento. Lo que antes era finura y elegancia ahora se ha convertido en zafiedad. Los tonos carne de la muerte, los rosas suaves con reflejos verdosos de la llama son aquí violentas luces y sombras, duras y mal resueltas. El esquema en V que forma el hombre con la azada que deja caer choca frontalmente con la figura de la mujer, por cuanto no hay en todo el cuadro ningún esquema similar que le pueda servir de resonancia visual.

En resumen, un cuadro que podría haber llegado a ser una obra maestra si no llega a pecar contra el primer principio de toda realización artística: el principio de la unidad. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Cosas del Arte…!

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