
Eugene Delacroix fue un romántico en el sentido pleno de la palabra. Con ello queremos decir que concedía más importancia a la expresión que a la anécdota, al revés que el pin
tor de moda en su tiempo, J. L. David, cuyas figuras pecan siempre de frialdad y estatismo. Delacroix, por contra, es el movimiento, la pasión, el dinamismo. Y estas características se ven perfectamente en esta obra del Museo Nacional del Louvre, en París.

Pero el auténtico movimiento está en la parte inferior y en torno a la barca. Ahí se encuentran todas las pasiones humanas llevadas al límite y los sentimientos que rozan el paroxismo. Ante una condena eterna como la que asegura el texto de Dante, los reos expresan todos los estados de ánimo posibles. A la derecha, dos figuras se abrazan resignadas. Más allá, una mujer se revuelve sobre sí mis


Esta fue la primera gran obra de Delacroix y la que le dio a conocer ante la sociedad francesa y los grandes Salones de Arte. Un torbellino de pasión y de agitación. Y cuando se fue cansando de los temas históricos o literarios al uso, emprendió una serie de viajes por España y el norte de África, para buscar el origen, los colores primitivos surgidos directamente del sol...
Buscaba la luz y el color primigenios, sin veladuras, cara a cara. Y los encontró, sin duda. Pero esa ya es otra historia…
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