viernes, 14 de octubre de 2011

116 / LA MÁQUINA DE CHICLES XV


No, no nos hemos equivocado. No estamos en la feria, ni tampoco a la entrada del kiosco de la esquina, cuyo portal tienen desgastado los niños de tanto pasar. Estamos en una de las salas de la Louis K. Meisel Gallery, en Nueva York, y la muestra es del americano Charles Bell. Actualmente, el hombre tiene ya más de setenta años y el pulso le tiembla cuando pinta, por lo que ha decidido pasarse a otro estilo menos figurativo. Pero en sus buenos tiempos, como cuando “retrató” a esta Máquina de chicles -y ya va por la 15ª versión-, el pintor tenía un pulso extraordinario y su mano sabía exactamente cuándo dar la pincelada, dónde darla y con qué tono de color. Era lo que se dice un manitas.

Después de hablar con el dueño de la tienda de caramelos, se pasó varias horas ordenando las bolas de chicle dentro de la esfera de cristal. Tuvo suerte de que el tipo era buena persona y puso a su disposición toda la tienda. “¡Alguna publicidad me hará, y daño ninguno!” –pensó para sus adentros el hombre. Charles le pidió algunas sortijas de bisutería barata, de ésas que tanto gustan a las niñas, un colgante verde en forma de elefante y algunos otros que fueran muy brillantes, sobre todo brillantes. Luego el frasco de los chupa-chups y el de los frutos secos a la derecha. Hecho todo esto, sacó una foto del conjunto, procurando que se viesen sobre todo los brillos.

Ahora empieza el trabajo propiamente dicho. El tal Bell es un tipo muy exigente y para él el tiempo cuenta poco. Le echa horas y horas; si trabajase a jornal, ya sería millonario. Pero es un artista y como tal se plantea su trabajo. ¿Arte Pop? ¡Ni flores! ¡Realismo puro y duro! Eso es lo que busca el pintor con cada una de las obras. A partir de una buena fotografía –a nadie se lo ha negado jamás- nuestro amigo comienza un trabajo lento y detallista con lápiz sobre un lienzo de más de dos metros por uno y medio. Cada bola en su sitio y cada piruleta en su postura correspondiente. Huyendo del tópico. Nada se deja a la memoria ni al arquetipo. Por eso cada bola, aunque muchas son del mismo color, es diferente debido a la situación en que se encuentra y a las que tiene en su proximidad. Cógete dos cualesquiera y compáralas. Una, seguro, tendrá el reflejo más alto o más brillante. Los contrarreflejos de ambas son del color de la bola de al lado, o bien la sombra de la figura apoyada tiene una forma distinta... Tantos y tantos detalles que hacen que el cuadro en su conjunto y cada uno de sus elementos sean más reales que la misma realidad.

Cuando vemos la máquina expendedora en la tienda, nuestra atención vagabundea por el resto de cosas que llenan el espacio, pero cuando la vemos en la galería, con un tamaño muy ampliado y sin que nada nos distraiga, se nos impone por sí misma, parece que se nos viene encima y cada desconchado de la pintura nos sumerge en un mundo extrañamente personal (ver detalle adjunto). La sombra del pulsador hacia abajo, el hueco por donde sale la bola, el cromado del candado que cierra la tapa, los palos de las piruletas, las cáscaras de los cacahuetes, los reflejos en la bola de cristal y en los dos tarros de detrás. Tantas cosas…

Todo nos obliga a ver las cosas con una precisión que nuestro ojo es incapaz de conseguir. Por eso, por los estudios y los lofts de N. Y. ya se está empezando a hablar, no tanto de Realismo cuando de Hiper o Suprarrealismo, que tanto da... Lo dicho: una realidad –la artística- más real que la misma realidad. Una lucha a brazo partido contra la fotografía, que tanta competencia está haciendo a la pintura. La venganza del arte contra el imperio de lo real. Pues ahora resulta que el tipo –el tal Bell- aún no está contento del todo y va y suelta:

“Mis cuadros parecen reales, pero se trata de una realidad subjetiva”. ¡Ahí queda eso! Que cada mochuelo escoja su olivo…

No hay comentarios:

Publicar un comentario