Este cuadro del norteamericano Eric Fischl resulta curioso y
desconcertante en dos aspectos: en su temática y en la forma en que está
pintado. Por la temática enlaza íntimamente con la obra de su compatriota Edward Hooper,
que numerosas veces representa en sus lienzos figuras solitarias en
habitaciones de hotel. Por su técnica continúa la tradición luminosa y
fulgurante del también norteamericano John Singer Sargent, al tiempo que aplica la
pincelada suelta y vigorosa de Winslow Homer.
Pero de su
propia cosecha añade un matiz que nos salta a la vista desde la primera visión
del cuadro: la
morbosidad, el regusto de lo prohibido. Es, sin duda, uno de esos
cuadros que podemos calificar de iniciático. El muchacho, de apenas unos doce o
trece años, se está quitando la ropa en la penumbra del cuarto, mientras, en
una cama semideshecha, le espera una mujer desnuda en actitud exhibicionista,
para hacerle cruzar el puente que separa al niño del hombre: la iniciación
sexual. La mujer, que luce un desnudo más provocativo de lo normal
en el arte, ya ha comenzado su propia actividad sexual y muestra en su rostro
los efectos del éxtasis orgásmico. El muchacho parece sobrecogido por el
espectáculo y tiene una actitud tímida, propia de quien se enfrenta a algo
desconocido. O tal vez se está poniendo los pantalones, tras un intento fallido
que ha dejado a su partenaire
claramente insatisfecha. Ambas posibilidades nos muestran el lado más morboso y
frustrante de la relación sexual.
A su lado, una gran
fuente azulada contiene un puñado de plátanos, manzanas y naranjas, frutas
todas proclives a la sugerencia erótica y fálica, de cuyo aroma agrio se supone
la habitación embalsamada.
Pero no es esto lo
más resaltante, a mi entender. Lo curioso de esta obra es esa luz desgarrada,
en forma de líneas de color, que acuchilla los cuerpos y las superficies,
cortándolas como a rodajas con un filo cromático inesperado. Todo procede –está
claro- de la persiana de lamas horizontales que filtra y raciona la luminosidad,
dejando caer contrastes de luz y sombra sobre el desnudo femenino, los pliegues
de las sábanas, el suelo, el hombro del adolescente y las frutas. Esa luz tamizada
que pulveriza la penumbra consigue que el tema pierda gran parte de su
morbosidad y se convierta, por encima de todo, en un espectáculo visual.
Curioso cuando menos…

Ambos
intentan –Fischl
y Sorolla- controlar la luz, utilizándola como un instrumento
fantástico para el modelado de las formas pero –no creo que nadie
lo dude- aunque la temática del norteamericano es más atrevida, la técnica del
valenciano es muy superior y no admite parangón.
Y es que
Sorollas no ha habido muchos, ni puede que los haya en el futuro...