El faro de Alejandría
fue supuestamente construido, según unos por Ptolomeo II, mientras que otros
se lo atribuyen a Alejandro y algún
despistado a Cleopatra. Sobre los espejos
que, según afirman los autores antiguos, había en la famosa edificación
–levantada en la pequeña isla de Pharos, de ahí su nombre- y que servían
para reflejar la luz de una antorcha a grandes distancias, se plantean varias
hipótesis, cada una más fantástica que la anterior. Por ejemplo, se dice que en
lo alto de la célebre torre había un conjunto de espejos pulidos que, además de
mostrar el porvenir hasta con un año de antelación, advertían con toda certeza
sobre si habría buenas cosechas o no y avisaban de la llegada de los enemigos a
una distancia de hasta 50
millas. Estos espejos, dicen algunos historiadores,
estaban fabricados con hierro de
China,
material que hasta hoy nadie ha sabido decir qué es exactamente. Bernard de
Montfaucon afirma que “la
extraordinaria altura de la torre hacía que el fuego que se encendía en ella
pareciese la luna. Pero cuando se veía de lejos parecía más pequeño y tenía la
forma de una estrella muy alta sobre el horizonte”.
Según otros textos
antiguos, la torre del faro estaba firmemente asentada sobre cuatro cangrejos
de cristal instalados bajo el mar, a 20 pasos de profundidad, rematando su
parte superior en un sarcófago de ámbar y una aguja dorada a la que iban
sujetos los espejos fabricados, no con cristal, sino con mármol de Menfis, un material
–según se decía entonces- diáfano como una gema. Sobre esos cangrejos, a
modo de juego de ruedas, se podía desplazar toda la construcción. Otras
crónicas afirman que estaba provisto de instrumentos muy notables y de
autómatas que seguían la marcha de las horas, de los astros y de los barcos...

Mientras
tanto, lo más parecido a él que tenemos es nuestra Torre de Hércules, a las afueras de La Coruña. Tampoco está tan mal, y el que no se consuela es
porque no quiere…
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