sábado, 23 de abril de 2011

96 / LA VAMPIRESA DE MUNCH


El mismo pintor lo dejó bien claro: “Por herencia recibí dos de los más terribles enemigos del hombre. El legado de la tuberculosis y la locura. Enfermedad, locura y muerte fueron los tres ángeles negros que velaron mi cuna”. Toda la vida de Edvard Munch fue un revoltijo de amores y desamores, de drogas, alcohol y sífilis, tuberculosis y profundas depresiones. Hay algún investigador que incluso se plantea si en numerosos momentos llegó a rozar el estado de locura, lo que lo emparentaría íntimamente con su maestro Vincent Van Gogh.

El motivo de ello fueron, en parte al menos, la muerte de su madre cuando tenía cinco años –en plena crisis edípica- y la de su hermana a sus trece años –en pleno sentimiento del incesto- víctimas ambas de la enfermedad. Su padre, caído en una crisis de melancolía, fue incapaz de ayudar al niño a asumir estas pérdidas. Munch pasó el resto de su vida idealizándolas a ambas y representándolas una y otra vez en las series Madre con niño –el niño siempre es él- y La niña enferma, recreación de la corta vida de su hermana. Estas muertes y la consiguiente carencia de afecto femenino produjo en el pintor un efecto devastador, pues arraigó en su interior una misoginia cerval que le condicionó afectivamente, creándole una incapacidad absoluta para cualquier tipo de comunicación amorosa estable. El mismo artista lo deja reflejado en su Diario: “La mujer, con sus múltiples facetas, es un misterio para el hombre. Es al mismo tiempo una santa, una bruja y un infeliz ser abandonado”.

Este sentimiento queda palpable en el cuadro que nos ocupa, titulado Vampiresa. Un hombre en actitud totalmente pasiva es mordido y succionado detrás del cuello por una mujer que lo envuelve posesivamente con sus brazos y con su larga cabellera rojiza cuyos extremos, como chorros de sangre, resbalan por la cabeza humillada y sumisa de la víctima.

Por otra parte, su provocadora cabellera rojiza puede convertirse, en el vocabulario cromático de Munch, en una fantasía orgánica de líneas que convierten el motivo del látigo de la femme fatale dominatrix en corrientes de esperma, de fuego, de humo o de viento, en arteras redes o en mortales tentáculos...”

Y de ahí habríamos pasado, de haber sido el pintor un amante de la mitología, a hablar de sirenas, de arpías, de esfinges, de Lamias y, en general, de todos los monstruos que, en la antigüedad, atraían al hombre con sus encantos y lo devoraban al menor descuido.

(Suspiro hondo).

¡Menos mal que ahora se lleva el amor de tú a tú y de igual a igual! (Otro suspiro y cierre). Son las cosas del Arte…

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