jueves, 26 de mayo de 2011

99 / EL NIÑO EPILÉPTICO


----------Este cuadro de Rafael de Sanzio, titulado La Transfiguración (Pinacoteca Vaticana, Roma) combina dos escenas diferentes. La parte superior, la celestial, muestra la transfiguración de Jesús, que levitó por los aires teniendo a ambos lados a Moisés y a Elías, mientras los tres apóstoles caían al suelo cegados por el resplandor.

----------En la antigüedad, durante mucho tiempo, las enfermedades corporales más repelentes –pústulas, lepra, etc...- fueron consideradas castigos del cielo, pero las mentales eran tratadas exclusivamente como posesiones diabólicas. Los psicópatas, epilépticos e histéricos no eran enfermos sino endemoniados, y su curación sólo podía venir de un milagro o de un exorcismo. Hasta tal punto era así que, si el exorcismo no lograba la curación, se encerraba al poseso en un asilo de por vida, se le cargaba de cadenas o se le mandaba directamente a la hoguera. En esto sí que los tiempos han cambiado, por fortuna, y bastante más habrán aún de cambiar.

----------Rafael sólo pudo pintar la parte superior de este cuadro. A su muerte, la obra estaba aún sin terminar, fue acabada por sus discípulos y presidió el funeral del maestro, que contaba sólo 37 años. El maestro disfrutó de lo lindo de su corta vida, pues fue un ligón increíble...; pero, para los que amamos la pintura, ¡qué desperdicio de arte y de genialidad! ¡Maldigamos a la muerte que se llevó a alguien tan imprescindible!

-------------Vivió intensamente, murió joven y dejó un bonito cadáver, que descansa en el Panteón de Agripa de Roma… Cosas del Arte.

miércoles, 18 de mayo de 2011

98 / ÁNGEL Y DEMONIO


¡Cuán cierto es que todas las cosas tienen dos caras y que cualquier acontecimiento es susceptible de ser mirado desde al menos dos puntos de vista! A principios del siglo XX, un poeta menor como Ramón de Campoamor ya lo sentenció con sus versos moralizantes a la par que ripiosos:

“En este mundo traidor

nada es verdad ni es mentira;

todo se ve del color

del cristal con que se mira”.

Algo así pasa, curiosamente, en dos pasos de Salzillo que se encuentran en el Museo murciano del mismo nombre, en la capital. Nos referimos a La oración en el huerto y a La caída. En la primera nos vamos a centrar en la figura del ángel, prototipo del ser ambiguo, que baja del cielo y, apoyando su mano sobre el hombro de Jesús en actitud de darle ánimos, le señala el cáliz que representa el conjunto de sufrimientos que va a padecer. En La caída analizaremos la imagen del sayón que, con saña y con auténtico disfrute, se dispone a descargar sobre el cuerpo de Jesús un golpe de maza claveteada, al tiempo que le agarra con la mano izquierda un mechón de cabello para evitar que lo pueda esquivar.

Bueno, ¿y cuál es el misterio? ¿Dónde está la sorpresa?

Muy sencillo. Si os fijáis con atención, podréis descubrir que ambos rostros, el del ángel y el del verdugo, son muy similares y está prácticamente demostrado que Salzillo se inspiró en el mismo modelo para la confección de las dos caras. Ambas tienen rasgos parecidos y una cabellera pelirroja del mismo color y, más aún, del mismo tono. Sólo que, en un caso, el pelo está apenas movido por la brisa nocturna mientras que, en el segundo caso, la agitación del cabello es una muestra, una más, de la agitación interior del personaje.

En el sayón, y a partir del mismo modelo –es más fácil deformar que mejorar- el escultor murciano alarga la cara y endurece los rasgos; arruga el entrecejo hasta que ambas cejas casi se juntan; resalta los pliegues de ambos lados de la nariz y consume las mejillas para dar la idea de una vida de vicio y degeneración. Al mismo abre la boca del sujeto y exagera las arrugas de la frente. Todo ello, unido al efecto de agitación que nos transmite el cabello revuelto y en desorden, así como la mirada sombría y perdida, configura en cierta medida el rostro de la maldad y de la traición. Es sin duda la cara de un ser intrínsecamente perverso.

Ángel y demonio, singularización del título de la obra de un escritor de cuyo nombre y estilo, como Cervantes, no quiero acordarme. Día y noche, sombra y sol: maniqueísmo. El bien y el mal, las dos caras de una misma moneda. Ambos se necesitan y ambos conviven a nuestro alrededor. Y el Arte, como fiel testigo, para demostrarlo…

lunes, 2 de mayo de 2011

97 / LAS NINFEAS, AGUA Y CIELO


Claude Monet ya está mayorcito. Ha viajado por toda Francia buscando praderas, playas y acantilados que poder transportar a sus telas. Ha retratado a docenas de mujeres vestidas de blanco, con sombrillas y con la ropa agitada por el viento. Ha captado la nieve y las tormentas, los chopos y la lluvia, los almiares y los reflejos de las orillas del río sobre el agua. Ha representado barcos, puentes, ferrocarriles y locomotoras envueltas en su propia nube de vapor. Poco le queda ya por hacer. Está buscando un motivo que cierre el trabajo de toda su vida. Y al final lo encuentra.

Esto parece una característica de la edad avanzada. Miguel Ángel, ya anciano, se obsesiona con sus Pietà inacabadas. Picasso vuelve al origen de la pintura en la serie El pintor y la modelo. Y Monet, cansado de pintar por todas las regiones francesas, se centra en su jardín de Giverny y se dedica a su serie Ninfeas: catorce lienzos, algunos de gran tamaño, que actualmente se encuentran en una sala oval del Museo de L’ Orangerie, en París.

Todos los cuadros están invadidos por el agua. Pero no es propiamente el agua, sino el cielo reflejado en el agua. La tierra no existe y difícilmente se puede dar con mayor precisión y acierto la fusión entre los tres restantes elementos. El agua y el cielo juntos para representar el fuego del atardecer, como en el cuadro que abre esta entrega. El atardecer boca abajo, hecho luz y sólo luz. Las hojas llorosas del sauce, como sólo podemos verlas en reflejo, parecen algas que suben, aunque en realidad están colgando; pero nosotros no lo sabemos.

Monet ha ido superándose a sí mismo y superando su trabajo de tantos años, hasta llegar al límite de la pintura pura. Más aún, traspasa los límites de la pintura y entra en los de otro arte más espiritual: la música. Hay quien defiende que las Ninfeas son sólo música en colores. Y, como tal, son capaces de llevarnos a un mundo de fantasía y ensueño. La luz es la que manda, pero esa luz está vista a través del espejo del agua. Así llega hasta nuestros ojos. ¿Qué le importan ya al anciano pintor los balandros de Argenteuil, ni los acantilados de Étretat, ni las catedrales de Rouen ni las locomotoras de la estación de Saint-Lazare de París? Todo ha desaparecido, desvaneciéndose como una vieja fotografía expuesta al sol y sólo queda la luz. La luz hecha música por medio de la pintura. Sobre la superficie del agua-cielo-luz, apenas se vislumbran de vez en cuando los óvalos imperfectos de las ninfeas, también llamadas nenúfares. Ellas son la única tierra en la que nuestro ojo puede encontrar apoyo. El resto es liviandad y vacío.

Cuando visitamos, mi esposa y yo, estas obras en su sala oval tapizada con moqueta gris, a nuestro lado un japonés dormía plácidamente. Sin duda había alcanzado ya el nirvana y se encontraba en otra dimensión. Dichoso él…