Estamos a finales del siglo XVIII y Francia, como indica la
litografía de arriba, firmada por J. J. Grandville, es víctima de todo tipo de
aves carroñeras que la están despedazando. La nación está amarrada con cuatro
cadenas al suelo –la crisis, la desigualdad, la miseria y la arbitrariedad
social- mientras cuervos de todo tipo le van arrancando las
entrañas. Algunos de ellos llevan galones militares, otros lucen medallas y
condecoraciones de la nobleza, todos lucen bandas que los identifican como
miembros selectos de una sociedad en la que la mayor parte de la riqueza está
en manos de unos pocos.
Algo se está
fraguando que va a cambiar la sociedad francesa desde sus mismos cimientos,
haciendo desaparecer el último rastro de feudalismo a favor de algo más
igualitario, aunque nunca lo será lo bastante ni del todo. Entonces el Tercer Estado
–el pueblo y la burguesía, apoyados por unos pocos nobles y religiosos
progresistas- se reúnen en el edificio llamado Jeu
de Paume (Frontón o Juego de pelota) y allí se marcan las bases de lo
que será el nuevo Estado. En palabras de René
Huyghe, “es
el momento esencial al que parece llevar todo el pasado y donde el futuro se
muestra en germen”. Ya nada será lo mismo en adelante.
Jacques Louis
David estaba allí y quiso dejar constancia de este hecho que él
mismo consideró trascendente. Primero lo hizo en un detallado dibujo a pluma
con leves toques de color –del que la imagen de al lado es un fragmento-
como boceto para un cuadro posterior de gran tamaño que, desgraciadamente,
nunca llegó a realizarse. En el centro vemos a un burgués que discute con un
sacerdote y un monje, junto a una serie de personajes ilustrados que están
comprometidos en que todo cambie. Y lo primero es encontrar un lema, y ya lo
tenemos: LIBERTÉ,
ÉGALITÉ, FRATERNITÉ!
Del recinto
del Jeu de Paume salió un compromiso firme de
llevar al país a un cambio radical –uno de los más radicales de la historia-
que luego fue generando los hechos posteriores: la toma de la Bastilla , los ajusticiamientos
en la guillotina y la capacidad de un país para deshacerse de todos los cuervos que
lo estaban despedazando.
Sobre todo nace
en los corazones de la gente sencilla el espíritu revolucionario. Y
también en este aspecto está presente el arte. De ello se encarga Eugène Delacroix,
que pinta La libertad guiando al pueblo
–junto a estas
líneas en su zona central- y simboliza al espíritu libre de los sans culottes,
presentándolo como una poderosa matrona de pecho generoso, capaz de alimentar
con él el fervor revolucionario de toda una nación. Ella misma va en cabeza,
saltando por encima de unas barricadas hechas de piedras, palos y cadáveres
–las inevitables víctimas de toda revolución-, agitando la bandera nacional que
en la imagen de arriba era picoteada por cuervos de toda índole.
En las
actitudes de los personajes y en el fragor de la batalla se percibe el fervor
revolucionario del mismo Delacroix que se puso –con sus pinceles en
ristre- al servicio de un pueblo que, por primera vez en la historia, acababa
de rebelarse contra su destino de víctima. Por fin el pueblo –el Tercer Estado,
insisto- cuenta y consigue transformar una sociedad de jerarquías históricas en
una sociedad de clases.
Y el Arte está
presente en todo momento. Ahí, ahí, eso es lo suyo. Y por hoy se acaba. Ciao! o, mejor dicho, AU REVOIR, mes amis...!
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