¿Es narcisismo que Van Gogh se pintase más de cien autorretratos, superando a Rembrandt que, hasta entonces ostentaba el récord mundial? En absoluto; más bien se trataba de una necesidad, ya que no tenía dinero para pagar modelos y él mismo se resultaba un modelo barato. La obsesión por pintar lo obligaba a, cuando sentía la necesidad inapelable de manchar telas, enfrentarse a lo que más a mano tenía, en este caso su propio rostro, dejando así una crónica descarnada de su evolución física y psicológica. Entre los numerosos autorretratos choca, por lo poco usual, éste titulado Autorretrato con oreja vendada y pipa, de 1889, que está actualmente en una colección particular de Chicago y del que hizo distintas versiones. Llama la atención, en primer lugar, la delgadez de su rostro, luego el gorro de piel con que se cubre, a juego con el chaquetón de color verde oliva y, por último, la llamativa corporeidad de las volutas de humo que se dibujan sobre el fondo extrañamente rojo y naranja, siempre en colores puros. Vincent tenía el sueño de crear una especie de hermandad de artistas –para lo que alquiló la llamada Casa Amarilla- que viviesen en algo similar a una comuna, teniendo todo para todos y dedicándose al arte con la misma obsesión que él. Pero Van Gogh sólo ha habido uno -que acabó clínicamente loco- y a su llamada no acudió más que Paul Gauguin que, por entonces, tampoco tenía mucho que perder. Tras una acalorada discusión en la que intentó agredir a Gauguin con un cuchillo de cocina, Van Gogh se fue al aseo y allí, ante el espejo, se automutiló, como castigo por haber intentado, en un momento de locura, atacar a su único amigo. Esta es la versión que cuenta la excelente película de Vincente Minnelli El loco del pelo rojo (1956), con Kirk Douglas como protagonista. Pero, recientemente, se han dado una serie de hallazgos que hacen discurrir el suceso por otros derroteros. Según los historiadores alemanes Hans Kaufmann y Rita Wildegans, lo que en realidad sucedió fue que, a la entrada de un burdel en Arlés, ambos pintores discutieron y Gauguin, hábil espadachín, rebanó la oreja de su amigo con un certero golpe de sable. O sea, le dio un sablazo y no de tipo económico precisamente. De haberse dado la correspondiente denuncia, Gauguin habría dado con sus huesos en la cárcel y Van Gogh se habría quedado más solo que la una, por lo que el desorejado agredido optó por callar y, en último extremo, autoimputarse. Por ahora es sólo una hipótesis que está aún sin demostrar palpablemente. Lo que sí parece probable es que el proceso de locura del pintor pudo tener uno de sus motivos en la intoxicación progresiva por el contacto a través de la piel con las pinturas, varias de las cuales contienen derivados del plomo, siendo, por lo tanto, altamente venenosas. Otros pintores no llegaron a perder la cabeza sino que, simplemente, la palmaron... |
sábado, 29 de agosto de 2009
LA OREJA CORTADA
jueves, 20 de agosto de 2009
OFELIA MUERTA
Liderados por Dante Gabriel Rossetti, su trato iba más allá de una simple amistad, pues en ocasiones llegaban a renunciar a la autoría de sus obras, firmando sólo con las simples iniciales P. R. B. (Pre-Raphaelite Brotherhood, Hermandad Prerrafaelita). El cuadro que hoy nos ocupa se titula Ofelia muerta (Tate Gallery, London) y está firmado en 1852 por John Everett Millais, uno de los más dotados y con un mayor dominio técnico de toda Ofelia, hija del aposentador del palacio danés de Elsinor, Polonio, está perdidamente enamorada del príncipe Hamlet, con un amor platónico que es rechazado por éste por considerarlo pueril. La muchacha es débil de cuerpo y de mente y, debido a la melancolía propia de la adolescencia, a la muerte de su padre a manos del mismo príncipe y al rechazo de su afecto, cae en un estado de locura que la hace vagar de aquí para allá por los salones del palacio. Al final, al extraviarse por el campo privada totalmente de razón, cae al agua, ahogándose y siendo llevada por la corriente río abajo. Su hermano Laertes será el encargado de vengar su muerte, así como la del padre de ambos. Como es fácil ver, el cuadro es un portento de habilidad técnica y de destreza pictórica. La transparencia del cauce de un río nórdico de gélidas aguas nos deja entrever con todo detalle el fondo cubierto de ovas que son movidas por la corriente. Sobre la superficie vemos la cabellera pelirroja de Ofelia, que flota en el remanso con suaves ondulaciones. También flota el cuerpo de la chica, de hermosas facciones y expresión lánguida, que se dedicaba, ya perdida la conciencia, a regalar flores a quien encontraba a su paso. Las últimas que le han quedado han servido para adornar su propia tumba de agua. Ambas manos afloran, yertas e inexpresivas. Son un portento de virtuosismo las plantas de la parte superior en ambos extremos, hábilmente entrelazadas como formando una bóveda para la tumba de un ser inocente, más aún, para la tumba de la inocencia misma, que ha muerto víctima del desengaño. La imagen es triste, pero sobrecogedoramente hermosa. En conjunto, los Prerrafaelitas intentaban superar esta burda realidad en la que nos movemos, buscando otra más depurada, cargada de platonismo y de ideales puros. Y para ello crearon sus propios mitos femeninos de referencia. Uno de ellos fue Beatriz. Otro fue Ofelia... |
sábado, 15 de agosto de 2009
DÍA Y NOCHE ENGAÑANDO
"Todo dibujo es engaño", nos decía con frecuencia Leonardo da Vinci en sus escritos. Y M. C. Escher, curioso grabador holandés, lo aprendió a las mil maravillas y se dedicó toda su vida a dibujar una gran cantidad de obras que tratan todas sobre el engaño, sobre la mentira -visual, por supuesto. Una de las primeras es ésta, titulada sencillamente "Día y noche". Nos encontramos en un sitio elevado de Holanda, oteando un paisaje de pueblos y campos sembrados. (Primera mentira, porque en Holanda hay sembrados y pueblos, pero ni un solo sitio elevado. El país entero es plano como el vientre de una top model). Todo lo que aparece a la izquierda se refleja a la derecha, con simetría especular, a partir de un eje imaginario que estaría situado en vertical en el centro mismo del cuadro. El pueblo sestea junto a un río con gabarras a la izquierda, bajo la plena luz del sol, y su gemelo de la derecha, en cambio, duerme un sueño profundo, porque está envuelto por la más oscura noche. Ambos ríos tienen sus puentes y los pueblos sus molinos y sus almacenes. El de la izquierda es una serpiente blanca a la izquierda y el de la derecha una culebra negra. Los rectángulos de los campos sembrados son alternativamente blancos y negros, como los de un tablero de ajedrez. De ahí, evidentemente, viene el título, sin mucho misterio. Pero el misterio comienza ahora: empezando por abajo, y según vamos subiendo la mirada, los campos geométricos de cultivos van sufriendo una progresiva metamorfosis, perdiendo sus contornos rectilíneos y acercándose paulatinamente a la forma final de una bandada de patos que vuelan, los negros hacia la izquierda y los blancos hacia la derecha, buscando obviamente el contraste con el fondo, para poder ser vistos y admirados, cosa que nos gusta a todos. Pero no son dos bandadas más de patos –cosa que casi todos podríamos dibujar-, sino que lo verdaderamente admirable y meritorio es que entre los patos negros y los blancos no queda nada de espacio libre: es decir, que el hueco que hay entre cuatro patos negros es otro ánsar blanco que vuela en dirección contraria y viceversa. Esto ya no todos seríamos capaces de hacerlo, reconozcámoslo. Aunque no es poco que lo veamos... El bueno de Escher nos ha metido, en un pequeño grabado en madera, todas estas key words: día y noche, patos, contaste blanco y negro, metamorfosis y otras que no digo. Y para más inri, los patos vuelan en ambas direcciones y en perfecta formación en punta de flecha, como los ciclistas, para cortar mejor el aire. Unos vuelan hacia el día y otros hacia la noche más oscura. No nos meteremos en simbolismos, porque eso nos llevaría muy lejos, más lejos que a los patos... Este Maurits Cornelius Escher es increíble. Cada pequeña obra suya es capaz de hacernos perder el sueño, si nos empeñamos en analizarla con atención. Nos sumerge en mundos imposibles y absurdos y nos hace, a veces, hasta dudar de lo que vemos. Y de lo que más adelante veremos. A otras entregas me remito, compañeros... |
domingo, 9 de agosto de 2009
¡FUERA COMPLEJOS!
Desde luego, Jenny Saville no tiene complejos. Ha nacido en 1970, en Gran Bretaña y, desde pequeña ha dado muestras de una cierta propensión a la gordura. Ha sido una niña rolliza, una adolescente más bien rellenita y llena de curvas, una joven obesa y, al llegar a la edad adulta, esta obesidad se ha vuelto mórbida. En la escuela llamaba la atención y en el barrio todos la conocen por "Jenny la gorda". Podía haber sido muchas cosas: prima donna de ópera por su impresionante caja de resonancia torácica, atracción de feria por su silueta de ánfora griega o romana y probadora de sofás por su peso excesivo. Pero ha decidido hacerse pintora. Ya en la infancia ha mostrado una atracción más que sospechosa hacia los lápices de colores y las barras de cera. En sus cumpleaños y en Navidad sólo pide cajas de acuarelas y de témperas. Al cumplir los dieciocho, los señores Saville le han regalado un estuche de pintura al óleo, algunos modelos fáciles de los de rellenar con colores numerados y un folleto titulado "Cómo aprender a pintar al óleo en 15 días". Al darle el regalo le recuerdan que, poco a poco, se llega lejos. A ello ha dedicado sus mejores años y, ahora que ha cumplido los treinta, piensa que ya es hora de plantarse ante el modelo que tiene más a mano: ella misma. Elige un lienzo de más de dos metros de altura, porque así saldrá una figura más grande que el natural. ¿Cuerpo entero? Tal vez resulte un poco excesivo. Optemos por un medio cuerpo, justo hasta la entrepierna, evitando -al estilo clásico- la visión del vello púbico, que tampoco es que tenga mucho que pintar. Va a echar hacia atrás la cabeza, con el fin de que así quede en primer plano la zona central del cuerpo, el torso formado por los dos senos impresionantes de tamaño y el vientre ancho y abultado, a juego con lo anterior. -Ni siquiera necesito -piensa para sí misma-, mirar al espectador que me ha de ver. Quiero que sea mi cuerpo el que hable por mí. Si ignoro al mirón recalcitrante, se encontrará más cómodo indagando cada parte de mi cuerpo. ¿Y las manos? La derecha sobre esta sugerencia del muslo, lo único que se va a poder percibir de ambos. En cuanto a la izquierda..., ¡ya lo tengo!; la usaré para resaltar las capas de grasa, cogiéndolas y haciendo más palpable su tacto y su textura, blanda y como envolvente. Y el espectáculo está servido. Pero ¡ojo!, porque el espectáculo no es el cuerpo en sí, por muy pasado de kilos que se encuentre. El verdadero espectáculo artístico está en esas calidades de la carne blanquinosa que provoca sombras azuladas; en esa barriga redondona que se va sumiendo en la sombra conforme se acerca al cruce de la vida; en ese volumen de los pechos, que están reclamando ser tocados por su asombrosa calidad táctil, a la par que cuelgan alegres y desafiantes de los hombros. Está en las manos de dedos gordezuelos y nudillos resaltantes que aprietan con regodeo y fruición la carne que se derrama hacia fuera. "La arruga es bella", dijo el diseñador y, a veces, como aquí, en cuestiones de carne la cantidad es calidad. Sin dejar de lado los sugerentes grafittis que aparecen como grabados en la piel y que son una declaración de intenciones de la artista, orgullosa de su cuerpo: supportive, decorative, delicate, etc., con letras que se van curvando al ritmo de las redondeces de cada zona. Todo envuelto en un color azul de nostalgia... ¡Gracias, Jenny! |
domingo, 2 de agosto de 2009
LA COLUMNA ROTA
Frida Kahlo es un caso poco corriente dentro del mundo del arte. Sus incidencias físicas y sentimentales fueron un buen caldo de cultivo para la realización de una obra artística muy personal e irrepetible. Fue esposa del muralista mejicano Diego Rivera y con él compartió una vida de altibajos y de tensiones, entre el amor y el desamor. Desde pequeña arrastraba una pequeña cojera a consecuencia de la poliomielitis que padeció con sólo seis años. Toda su vida fue una permanente superación de las catástrofes físicas que la asediaron y pasó sus 47 años de vida entre operaciones, abortos, amputaciones y periodos de rehabilitación. A veces parece que estamos hablando de La cosa tocó techo en su adolescencia cuando, yendo en un autobús urbano, éste chocó contra un tranvía y una barra de hierro incontrolada atravesó el cuerpo de la muchacha, provocándole en el esqueleto diecisiete fracturas. Entonces comenzó un calvario de hospitales que Frida logró sublimar gracias al arte. Su principal motivo fue ella misma y su tema predominante el dolor. Un ejemplo típico de su obra es este cuadro titulado La columna rota –Museo Dolores Olmedo, Ciudad de México- en el que juega con la doble acepción de la palabra columna, sustituyendo su columna vertebral por una columna jónica clásica hecha añicos. El autorretrato fue siempre su principal vehículo de expresión y en todos los casos trata su propio rostro y su cuerpo en general con una sinceridad apabullante. Tiende a resaltar aquellos detalles de su anatomía que son característicos y la individualizan, como esas enormes cejas unidas y esa sombra de pelusilla sobre el labio superior. Y, de forma especial, trata con una objetividad y una frialdad admirables su cuerpo abierto en canal, sujeto por las correas ortopédicas para evitar que se abra del todo y sembrado de clavos repartidos aquí y allá, símbolo del dolor que la aquejaba permanentemente y con el que tuvo que acostumbrarse a convivir. Tanto el dibujo –que tiene un toque naïf muy característico- como la aplicación del color son burdos, como corresponde a una persona que ha comenzado a pintar ya de mayor y que ha sido totalmente autodidacta. Pero, en este caso, los resultados plásticos ceden terreno ante la sinceridad de esta representación de un cuerpo magullado y de esa cabeza que, firmemente asentada sobre la columna, expresa decisión y ganas de vivir. Algún crítico ha relacionado esta imagen con la de San Sebastián atravesado por las flechas. Flechas o clavos, poco importa, pues ambos son símbolos del dolor permanente que penetra hasta los huesos. El paisaje, en tonos verdes pero totalmente árido y yermo no hace sino potenciar el efecto de desolación. Pero el rostro niega esta realidad y mira hacia el futuro mientras parece decir: "Mientras haya vida habrá lucha". La pintura de Frida Kahlo nos conmueve porque es sincera y directa. Salma Hayek produjo y protagonizó una película sobre ella, titulada simplemente "Frida" (Julie Taymor, 2002 ). |