lunes, 22 de octubre de 2012

162 / UNA CAMPANA QUE NO SUENA, PERO DUELE


Este cuadro es uno de los recuerdos más claros que tengo de los libros de la escuela de cuando era pequeño. Otros son El sitio de Numancia (post 104) y El testamento de Isabel la Católica (post 132). Naturalmente, entonces estas obras aparecían en malas reproducciones a línea limpia o, en el mejor de los casos, en torpes aguadas que no hacían justicia al original. Popularmente se llama La campana de Huesca, aunque su título verdadero es La leyenda del Rey Monje y narra una anécdota –o leyenda- ocurrida en Aragón a principios del siglo XII. Fue pintado a finales del siglo XIX por Casado del Alisal y actualmente está en el Prado. Ahí va el argumento:

            Harto ya el rey Ramiro II –apodado el Rey Monje porque había pasado su juventud en un convento- de que los nobles le faltasen al respeto y se declarasen en rebeldía cada dos por tres, ordenó llamar a los más levantiscos, los mandó apresar y les cortó las cabezas, que puso en círculo en el suelo de un salón del palacio. Cogió luego la cabeza del arzobispo, organizador de la conspiración y la colgó del techo en el centro del círculo, a modo de badajo. Acto seguido convocó a los demás nobles del reino y, al mostrarles la macabra escena, cuentan las crónicas que les dijo algo así: ”Esta es la campana que, con sus tañidos, llamará a todos los nobles a la obediencia”. El pasmo que dio a todos fue de campeonato y, por supuesto, ahí se acabaron las rebeliones y las protestas contra el rey. Las caras de miedo y de repugnancia de los convocados se pueden ver en el detalle adjunto.

            ¿Qué pasó entonces? Pues pasó que el cuadro triunfó en la exposición a la que estaba destinado, pero las añagazas políticas lograron que sólo consiguiera una mención honorífica, en lugar del merecido premio. Al público y a la crítica le gustó mucho la forma de pintar las cabezas cortadas y la figura del rey con su perro cogido de la mano, pero varios comentaristas pusieron en tela de juicio el ambiente en tono violeta que baña toda la escena, que no consideraron real ni apropiado. Otros criticaron los atuendos de los nobles recién llegados impropios del estilo aragonés y hasta hubo quien dijo que el rey debería haber cortado también las cabezas a los de la escalera. En fin, que hubo división de opiniones, lo que hizo que el pintor, desanimado, dimitiese de sus cargos en Roma y se retirase a Madrid, siendo éste el último cuadro que pintó.

            Cuentan las malas lenguas que, para las cabezas cortadas, se hizo traer en un saco cabezas reales de carne y hueso de un hospital de Madrid y que, al verlas, comenzó a vomitar y se puso malo del estómago, cosa bastante lógica, por otra parte. Lo cierto es que esta anécdota medieval, sea historia o leyenda, junto con su genio y habilidad, propició la realización de una obra maestra del género histórico y una auténtica lección de pintura de la mejor calidad.

            Ya lo dijo el mismo Casado, comentando el revuelo provocado por su obra: “No creo que haya en el mundo campana que haya sonado más fuerte que la mía”. ¡Farolero que era el hombre, qué le vamos a hacer…!


NOTA: Tras este campanazo, y tras algunos años ininterrumpidos de alimentar el blog, semana tras semana, paro temporalmente la actividad para dedicarme a recopilar y a trabajar nuevas obras. El Arte está ahí y me/os espera. Nosotros pasamos, pero él permanece… !Hasta pronto¡

martes, 16 de octubre de 2012

161 / CUPIDO Y PSIQUIS, ¡QUÉ PASADA!


Cupido –para los griegos Eros y para nosotros Amorcillo- era hijo de Venus y, como ella, dedicó su vida a las actividades amorosas. Fue amamantado por bestias salvajes en medio de la selva y, ya algo crecido, el angelito se dedicó a probar su puntería contra los mismos animales que lo habían criado. Sus herramientas eran el arco y las flechas, que disparaba directamente al corazón de los amantes, incendiándolos con el fuego de la pasión. Lleva alas para dar a entender que el amor es un sentimiento pasajero que se consume y desaparece con los años. Él mismo, conforme fue creciendo, llegó a quedar abrasado por sus propias flechas y se dedicó en cuerpo y alma a conquistar a Psiquis.  

            Psiquis era, a su vez, una muchacha hermosísima pero veleidosa y cambiante como ella sola. Conociendo estas características, Cupido quiso ligársela usando su punto flaco: el anonimato y el efecto sorpresa. Se aplicó a darle todo lo que se le antojaba, fuesen palacios, ropas y todo tipo de caprichos. Pero jamás se dio a conocer a ella. La historia se va enredando en una serie de bucles que la hacen algo tediosa e inferior en atractivo a otras de la mitología. A pesar de esto, ambos personajes –Cupido y Psiquis- han quedado para la posteridad como prototipos del amor puro, del cariño auténtico y de la conquista bien ganada.

            La obra de inicio es un cuadro del francés F. Gérard, al que podemos englobar dentro del movimiento pompier. Eros se acerca cariñosamente a su amada para depositar en su frente un casto y sentido beso. Ésta, ajena a todo, parece no enterarse de nada, su mirada permanece extraviada y se pierde en la lejanía. Él la conoce a ella y la ama, pero ella aún desconoce de quién está recibiendo tantas muestras de amor. Este anonimato es lo que da sentido a este amor mutuo. Cuando Psiquis conoce por fin a Cupido, la magia se destruye y todo lo que su amante le había regalado desaparece, quedando únicamente la soledad y la miseria.

            Más dinámica resulta la escultura del italiano Cánova, en la que el encuentro entre ambos amantes se convierte en un auténtico arrebato erótico. Las alas y la pierna de Cupido forman con el cuerpo de Psiquis una X perfectamente estructurada, cuyo vértice se centra en el punto de unión de las dos bocas que van a sellar su amor con un beso apasionado. Basta ver el esquema adjunto para comprobar lo dicho.

            Poco queda en estas dos obras de la compleja historia mitológica. El afecto mutuo ha pasado de lo temporal a lo eterno y Psiquis ha cambiado su veleidad por un arrebato duradero. Su amor mutuo queda para la posteridad como el ejemplo de un amor adolescente al que la misma pasión vuelve maduro.

            El amor, ese extraño sentimiento que a unos los enaltece y a otros los “entontece”... O la la, l’ amour!, -que dirían los franceses. Por lo menos algún francés lo dijo., seguro...

martes, 9 de octubre de 2012

160 / ¡ESTOS INGLESES SON INCREÍBLES...!


 Ahí los tenemos, sentados cómodamente en el living de su casa. Son el Sr. y la Sra. Smith y han tenido el gusto de que los retrate la pintora actualmente de moda en las islas, una tal Deborah Poynton que pone, como única condición, que han de posar desnudos. Por ellos no hay ningún problema; son jóvenes y aún no tienen que ocultarse de las miradas indiscretas, pues sus cuerpos siguen lozanos y atractivos.

            Ambos se sitúan sobre un canapé cubierto con colchas, en postura desenfadada y natural. Al fondo se ve una cortina de terciopelo verde, una especie de mesilla y un cuadro con un paisaje romántico. Todo muy siglo XIX, pero en el XX. Y al mismo tiempo, todo muy corpóreo, muy táctil. La señora Smith luce un desnudo hermoso, su piel es tersa y blanquinosa, pues refleja en su blancor los días de niebla y lluvia tan propios de la capital londinense. Tiene un cuerpo, no diría regordete, pero sí compacto y proporcionado, así como su pecho y las caderas. No es una belleza deslumbrante, pero su rostro transmite un toque de nobleza y su mirada abierta nos desafía.

            El señor Smith es algo más delgado y larguirucho. Suele ir con pantalones cortos, como se deduce –elemental, querido Watson- del tono moreno que se gasta de mitad de muslo para abajo. Entre las piernas luce una evidente erección, indisimulable por otra parte; uno no es de piedra y el cuerpo de su esposa es una permanente fuente de sensaciones, de tentaciones y -salta a la vista- de erecciones. Todo, insisto, muy tangible. La carne se puede tocar, rozar y acariciar y los pliegues de la ropa de la cama medio deshecha nos hablan a gritos de batallas carnales habidas no ha mucho, entre dos luces. Pero este hombre parece insaciable y estar siempre a punto.

            Pero hoy es distinto. Hoy han venido de visita, desde su pequeña granja de las afueras, los padres de él –o tal vez sean los de ella- que quieren pasar unos días en el moderno cottage, aprovechando el buen tiempo y buscando un poco de acción. El doble retrato de sus hijos les ha encantado, por lo natural y por la modernidad de las poses. Y entonces, el padre plantea:

- ¿Por qué no nos hacemos otro retrato todos juntos? Podría resultar divertido...

            
A todos les parece una idea maravillosa. Pero, al mismo tiempo, todos conocen la condición básica: nada de ropa. Llaman a la pintora, que con gusto se desplaza hasta las afueras de la ciudad. No le fue mal la otra vez y cree que la obra que resultó tiene su gracia. Esta vez se trata de un retrato cuádruple. Y entonces, tras unos días de intenso trabajo, se une a las figuras de la pareja joven el cuerpo de piel tostada por el sol del padre, acostumbrado como está al trabajo físico en la granja. Puesto a la izquierda, cerrando la composición, no queda mal. La madre la colocaremos a la derecha, creando así un esquema prácticamente simétrico, con la fórmula hombre-hombre-mujer-mujer y con el esquema viejo-joven-joven-vieja. Jóvenes y mayores unidos por una misma desnudez. Sin falsas vergüenzas, sin tabúes, con naturalidad. Y, sobre todo, que todo resulte muy palpable.

            Pero este señor Smith, el joven, sigue con su altivez palpable entre las piernas. Es un auténtico fenómeno. O tal vez padece de priapismo. No sé qué pensar... ¡Estos ingleses son increíbles...!

lunes, 1 de octubre de 2012

159 / LE QUITARON LA TÚNICA ROJA…


Este cuadro fue la carta de presentación del Greco en Toledo aunque, curiosamente, tardó cuatro años en cobrarlo por completo. No resultó del agrado de todo el mundo. Porque, vamos a verdirían los canónigos- En primer lugar, ¿qué pintan en el primer plano esas tres mujeres, restando protagonismo a la figura de Jesús, que aparece sólo en un segundo plano? En segundo lugar, ¿por qué las mujeres miran al sayón que está barrenando la madera en lugar de mirar a Jesús? Y, por fin, ¿por qué la cabeza de Jesús se pierde, como una más, entre una turba innumerable de cabezas de los personajes del tercer plano? ¿No debería aparecer como el elemento protagonista indiscutible?

            Estas y otras cuestiones, que fueron motivo de conflicto entre el pintor y el Cabildo de la Catedral –aunque al final, curiosamente, ganó el artista- hacen de esta composición algo único y totalmente original. Porque las tres mujeres son necesarias donde están, situadas en un punto de vista hundido, para crear un contrapicado que sirve para engrandecer la figura de Jesús, auténtico punto central y eje de la muchedumbre. Aunque miran al sayón de traje amarillo –evitando una postura excesivamente forzada- nuestra mirada, al seguir la suya, resbala por la espalda de éste y sube tranquilamente a la cabeza y rostro de Cristo que, en posición áurea, domina y controla todo el conjunto. Y, por último, la agitación de las cabezas del fondo no tiene otra misión que servir de contraste a la expresión serena y resignada de Cristo, que alza sus inmensos ojos al cielo, dando a entender que se encuentra a un nivel superior.

            Las cuatro figuras más cercanas y las tres del segundo plano se van multiplicando progresivamente hasta llegar a ser una marabunta de expresiones y gestos de todo tipo. Ahí, detrás de la cabeza del preso, está el mundo entero en su inmensa variedad: los hay jóvenes y viejos, con cascos y con la cabeza desnuda, bigotudos, barbados y lampiños, semidesnudos y con túnica, con sogas y con picas en las manos. Pero, sin duda, quien está puesto para llamar nuestra atención de forma especial es ese caballero de la armadura pulida que nos mira con fijeza y cuya función se reduce únicamente a servir de espejo al rojo fulgurante de la túnica de Jesús. Armaduras, celadas y picas de la fábrica de armas de Toledo, todas de tiempos del Greco y junto al Tajo, para enriquecer y colmar de furor una escena que sucedió en Jerusalén hacía ya casi veinte siglos.

            Es el anacronismo, la incongruencia temporal voluntaria, ese recurso plástico tan utilizado por Doménicos para intentar que la sociedad toledana se vea implicada en lo que está pasando en sus cuadros. Los argumentos de sus obras son de una categoría superior y participar en ellos no puede por menos que vanagloriar y enorgullecer a los contemporáneos. Todo esto ya pasó, de acuerdo –pensaría sin duda la gente-, pero se sigue repitiendo a diario en un rito llamado la Santa Misa, reconstrucción codificada de los misterios de la Semana Santa. Y, en el centro, la figura recia y hermosa de Jesús –cuello poderoso y manos delicadas-, ajena a los sucesos de su entorno, haciendo de eje de simetría y de punto fuerte gracias a esa túnica inconsútil de un rojo fascinante.


            Rojo de pasión y de amor. Rojo de sangre que va a ser vertida. Rojo como el color del cielo del día siguiente, cuando el velo -también rojo- del templo se desgarró porque Jesús acababa de lanzar al aire su último suspiro... Eli. Eli, lama sabactani?