jueves, 27 de octubre de 2011

118 / LA REINA MUERTA APESTA


La pintura histórica del siglo XIX aportó grandes cuadros, muchos de los cuales se encuentran actualmente en el Museo del Prado y otros prestados a los museos provinciales.. Estas obras han estado largo tiempo menospreciadas por los artistas y la crítica, amantes de lo novedoso y de lo que se ha dado en llamar “las nuevas vanguardias”, una necesidad incontrolada de ser moderno y estar a la última que, según mi opinión, ha propiciado en parte el “todo vale” que hoy día invade muchos de nuestros museos y galerías de arte.

Hablamos de cuadros de gran formato, muy documentados, magistralmente realizados y que, casi siempre, cuentan –como su nombre indica- una historia. Veamos hoy la obra pictórica Conversión del Duque de Gandía, de José Moreno Carbonero.

¿Qué valores narrativos tiene la obra? Sentimentalmente, la emotividad de la escena y cómo el Duque de Gandía, gran admirador y fiel servidor de la difunta, se derrumba ante el espectáculo de la muerte, teniendo que apoyarse en uno de sus acompañantes para no caer al suelo. Resulta también llamativo el detalle del caballero que abre la caja y tiene que taparse la nariz con su propia gorra, para paliar el hedor insoportable que emana del ataúd.

En cuanto a los valores plásticos, resalto el contraste entre la amplia zona iluminada de la derecha y la zona en penumbra de la izquierda, donde se agolpan las autoridades y los curiosos, varios de los cuales son claros retratos tomados del natural. El caballero de la armadura actúa como eje de unión de ambas zonas. Pero, sobre todo, llamo la atención sobre la gran masa color salmón que forma el féretro con todos los ropajes y mantos que lo adornan. Los pliegues están trabajados con una maestría insuperable, así como la transparencia del velo que envuelve el cuerpo de la difunta. Puede verse en el detalle adjunto.

El dibujo es otro de los valores incontestables. El pintor trabajó el cuadro durante mucho tiempo, cuidando y eligiendo con precisión los personajes, sus expresiones faciales, su postura y su situación en el espacio. Elaboró gran cantidad de estudios y bocetos preparatorios. Nada se dejó al azar. Todo estuvo convenientemente documentado, en un auténtico trabajo de investigación a nivel gráfico. En cada detalle se nota la maestría de un gran dibujante.

Y lo más asombroso es que Moreno Carbonero, el maestro pintor, tenía sólo veinticuatro años cuando realizó esta obra. ¿Hay quien dé más...?

jueves, 20 de octubre de 2011

117 / LA BARCA DE DANTE




Eugene Delacroix fue un romántico en el sentido pleno de la palabra. Con ello queremos decir que concedía más importancia a la expresión que a la anécdota, al revés que el pintor de moda en su tiempo, J. L. David, cuyas figuras pecan siempre de frialdad y estatismo. Delacroix, por contra, es el movimiento, la pasión, el dinamismo. Y estas características se ven perfectamente en esta obra del Museo Nacional del Louvre, en París.



Pero el auténtico movimiento está en la parte inferior y en torno a la barca. Ahí se encuentran todas las pasiones humanas llevadas al límite y los sentimientos que rozan el paroxismo. Ante una condena eterna como la que asegura el texto de Dante, los reos expresan todos los estados de ánimo posibles. A la derecha, dos figuras se abrazan resignadas. Más allá, una mujer se revuelve sobre sí misma, al tiempo que, desalentada, intenta asirse a la barca. Su mismo vientre sirve de apoyo a otro que, desesperado, intenta subir la pierna por encima de la borda. Más a la izquierda, uno bastante joven se deja llevar por el oleaje, abandonado ya a su suerte, aceptando la inutilidad de cualquier esfuerzo. Y, en colmo de la agonía, una figura con ojos de locura intenta, inútilmente, cogerse con los dientes a la proa de la barca, única y remota posibilidad de salvación. Aunque todos saben que sus intentos son inútiles, pues la suerte ya está echada. ¡No hay salvación alguna!


Esta fue la primera gran obra de Delacroix y la que le dio a conocer ante la sociedad francesa y los grandes Salones de Arte. Un torbellino de pasión y de agitación. Y cuando se fue cansando de los temas históricos o literarios al uso, emprendió una serie de viajes por España y el norte de África, para buscar el origen, los colores primitivos surgidos directamente del sol...


Buscaba la luz y el color primigenios, sin veladuras, cara a cara. Y los encontró, sin duda. Pero esa ya es otra historia…

viernes, 14 de octubre de 2011

116 / LA MÁQUINA DE CHICLES XV


No, no nos hemos equivocado. No estamos en la feria, ni tampoco a la entrada del kiosco de la esquina, cuyo portal tienen desgastado los niños de tanto pasar. Estamos en una de las salas de la Louis K. Meisel Gallery, en Nueva York, y la muestra es del americano Charles Bell. Actualmente, el hombre tiene ya más de setenta años y el pulso le tiembla cuando pinta, por lo que ha decidido pasarse a otro estilo menos figurativo. Pero en sus buenos tiempos, como cuando “retrató” a esta Máquina de chicles -y ya va por la 15ª versión-, el pintor tenía un pulso extraordinario y su mano sabía exactamente cuándo dar la pincelada, dónde darla y con qué tono de color. Era lo que se dice un manitas.

Después de hablar con el dueño de la tienda de caramelos, se pasó varias horas ordenando las bolas de chicle dentro de la esfera de cristal. Tuvo suerte de que el tipo era buena persona y puso a su disposición toda la tienda. “¡Alguna publicidad me hará, y daño ninguno!” –pensó para sus adentros el hombre. Charles le pidió algunas sortijas de bisutería barata, de ésas que tanto gustan a las niñas, un colgante verde en forma de elefante y algunos otros que fueran muy brillantes, sobre todo brillantes. Luego el frasco de los chupa-chups y el de los frutos secos a la derecha. Hecho todo esto, sacó una foto del conjunto, procurando que se viesen sobre todo los brillos.

Ahora empieza el trabajo propiamente dicho. El tal Bell es un tipo muy exigente y para él el tiempo cuenta poco. Le echa horas y horas; si trabajase a jornal, ya sería millonario. Pero es un artista y como tal se plantea su trabajo. ¿Arte Pop? ¡Ni flores! ¡Realismo puro y duro! Eso es lo que busca el pintor con cada una de las obras. A partir de una buena fotografía –a nadie se lo ha negado jamás- nuestro amigo comienza un trabajo lento y detallista con lápiz sobre un lienzo de más de dos metros por uno y medio. Cada bola en su sitio y cada piruleta en su postura correspondiente. Huyendo del tópico. Nada se deja a la memoria ni al arquetipo. Por eso cada bola, aunque muchas son del mismo color, es diferente debido a la situación en que se encuentra y a las que tiene en su proximidad. Cógete dos cualesquiera y compáralas. Una, seguro, tendrá el reflejo más alto o más brillante. Los contrarreflejos de ambas son del color de la bola de al lado, o bien la sombra de la figura apoyada tiene una forma distinta... Tantos y tantos detalles que hacen que el cuadro en su conjunto y cada uno de sus elementos sean más reales que la misma realidad.

Cuando vemos la máquina expendedora en la tienda, nuestra atención vagabundea por el resto de cosas que llenan el espacio, pero cuando la vemos en la galería, con un tamaño muy ampliado y sin que nada nos distraiga, se nos impone por sí misma, parece que se nos viene encima y cada desconchado de la pintura nos sumerge en un mundo extrañamente personal (ver detalle adjunto). La sombra del pulsador hacia abajo, el hueco por donde sale la bola, el cromado del candado que cierra la tapa, los palos de las piruletas, las cáscaras de los cacahuetes, los reflejos en la bola de cristal y en los dos tarros de detrás. Tantas cosas…

Todo nos obliga a ver las cosas con una precisión que nuestro ojo es incapaz de conseguir. Por eso, por los estudios y los lofts de N. Y. ya se está empezando a hablar, no tanto de Realismo cuando de Hiper o Suprarrealismo, que tanto da... Lo dicho: una realidad –la artística- más real que la misma realidad. Una lucha a brazo partido contra la fotografía, que tanta competencia está haciendo a la pintura. La venganza del arte contra el imperio de lo real. Pues ahora resulta que el tipo –el tal Bell- aún no está contento del todo y va y suelta:

“Mis cuadros parecen reales, pero se trata de una realidad subjetiva”. ¡Ahí queda eso! Que cada mochuelo escoja su olivo…

jueves, 6 de octubre de 2011

115 / EL GRECO Y LA BALLENA




Este cuadro del Greco, que actualmente se encuentra en El Escorial (Madrid), fue pintado por el artista cretense con la única intención de halagar al rey Felipe II, ganarse sus favores y, casi seguro, atraer la atención real sobre su arte, porque el monarca estaba buscando pintores para la decoración del Real Monasterio. Lo logró, pues el rey le encargó una obra de prueba y Doménikos pintó El Martirio de San Mauricio, que no resultó del agrado del rey Felipe, que lo rechazó a pesar de reconocer la valía del autor. La que ahora nos ocupa se titula Apoteosis de la Liga Santa.

La intención interesada se nota al primer golpe de vista. Tocó al Rey en la fibra más sensible, en la organización de la Liga Santa para luchar contra los turcos, que abocó en la gran batalla de Lepanto. Como es típico en las grandes obras alegóricas del Greco, representa ambos mundos, el terreno y el celestial, en imbricada armonía. En la parte inferior (detalle 1), podemos ver en círculo a los representantes de las repúblicas que eran miembros de la Ligael Dogo, de espaldas, por Venecia, el Papa por el Vaticano, Don Juan de Austria, como un centurión romano, por España y algunos más- a los que acompaña Felipe II (detalle 2), totalmente vestido de negro y arrodillado en actitud de adoración ante el Nombre de Jesús, representado por sus iniciales –JHS: Jesús Hombre Salvador- en la parte superior de la composición, sobre un fondo dorado.

Alrededor, el pintor hace intervenir a las fuerzas del cielo y a las del infierno. Éstas últimas –como siempre los fragmentos más atractivos e interesantes- se ven en la parte derecha: un mar de fuego al que se lanzan los condenados presos de la desesperación. A él llegan, no en la barca de Caronte como tantas veces hemos visto, por ejemplo en la Sixtina, sino en el estómago de una inmensa ballena, como Jonás. El cetáceo (detalle 3) los va tragando mientras resopla fuego y cenizas por las narices y ellos se van acomodando entre gestos de sufrimiento y estallidos de incendio. Por medio se ven varios esqueletos y uno de ellos -la muerte-, guadaña en ristre, va segando las vidas de los que están destinados al mar de fuego. Todo muy miguelangelesco por lo musculoso de los cuerpos y lo exagerado y amanerado de las actitudes. No en vano el Greco fue uno de sus discípulos aplicados.

Suponemos que la obra gustó al Monarca, pues se la quedó para su nuevo Monasterio, que llegó a ser la obra de su vida. El Greco era un lince en el tema de buscar encargos y encontrar clientes y –exceptuando al Rey- todos debían quedar muy contentos, pues de algunas obras tuvo que hacer hasta cuatro y cinco copias, tal era la abundancia de pedidos. Pero eso no restó un ápice a su calidad, a su técnica impresionista adelantada a su tiempo ni a su vibrante sentido del color.

Porque, amigos, Greco sólo ha habido uno y, afortunadamente, se vino a España y aquí se quedó...